Juicios televisados, estruendosas separaciones de parejas de famosos, el último capítulo de un reality o una serie, asuntos de política local, nacional e internacional... en las redes sociales todo suscita tomas de posición inmediatas, opiniones taxativas, apasionados intercambios. Todo se convierte en objeto de un intenso debate público del cual no es posible quedar por fuera. Y se discuta lo que se discuta, en las redes sociales la cuestión se reduce a estar a favor o en contra de algo o de alguien. Todos los enunciados son fagocitados por un dispositivo de enunciación que los cifra en una lógica binaria. Dos y sólo dos posiciones antagónicas y simétricas, cada una el negativo de la otra. Sin otras posibilidades. Sin matices.

Concebido en las entrañas de la bestia, el magnífico documental “El dilema de las redes sociales” nos permite leer algunas de las fibras más íntimas de este dispositivo. “Si un producto es gratis es porque el producto sos vos”, repiten los entrevistados. El producto que las redes sociales venden a las empresas que allí publicitan es nuestro tiempo de atención. Y si se trata de mantener todo el tiempo posible la atención del usuario, ¿qué mejor estrategia que ofrecerle constantemente un mundo concebido a su imagen y semejanza? Un conjunto de operaciones conocidas como algoritmo registra cada detalle de nuestras interacciones y patrones de búsqueda, y a partir de allí, cada vez que abrimos el celular nos topamos con noticias, videos, sitios y productos afines a nuestra actividad en redes.

Y así, inmersos en las redes sociales, acabamos habitando una realidad creada a nuestra medida por el algoritmo, que a su vez nos crea a nosotros. El mundo que vemos en las redes no es más que nuestro reflejo. Posteamos, reaccionamos, husmeamos y no hallamos otra cosa que nuestra propia imagen. Correlativamente, las pasiones que nos agitan devienen un índice de verdad inapelable, como sugiere el ya gastado término posverdad: “este hecho es aberrante porque me indigna, tal sujeto es aborrecible porque lo aborrezco, tal personaje suscita mi empatía y entonces es el bueno en este conflicto. No hay más verdad que mi propia experiencia”.

¿Cómo, entonces, podría haber gente que piense de otro modo? ¿Cómo no rendirse ante tan abrumadora evidencia? Y sin embargo el otro está ahí, cuestionando las verdades evidentes. Se lo intenta convencer, conquistar, asimilar. Se busca disipar la niebla del engaño que enturbia su mirada a fin de auspiciar su ingreso a la atmósfera diáfana de la Verdad. Pero el otro se muestra radicalmente irreductible a la contundencia de los argumentos. Un odio irrecusable se apodera del sujeto. El otro es testarudo y necio, si no moralmente despreciable.

Sin embargo, el otro aduce exactamente lo mismo de mí. Para él, soy yo el que desconoce las evidencias, soy yo el que vive en el engaño, soy yo el esclavo de un relato que obnubila todo acceso a la Verdad. La simetría es casi perfecta. El otro se revela como un reflejo invertido del yo. Impotentes, frustrados, entrevemos que la lógica de enunciación binaria de las redes ha diluido la eventual potencia de nuestros argumentos, que en esta lógica todo es equivalente ya que no importan para nada los sentidos porque cada enunciado se halla reducido a su función: ser el reverso de otro enunciado que, a su vez, es el reverso de aquel.

El binarismo organiza un modo de experiencia específico de sí mismo y del otro, de la mismidad y de la alteridad. Ha habido cierta mutación de la subjetividad, en buena medida comandada por el surgimiento de las redes sociales, una mutación que se revela en el contraste entre la fría apatía del consenso neoliberal en los años ‘90 y la efervescencia actual donde todo es objeto de acalorada discusión. El debate público se ha vuelto apasionado, sí, pero las pasiones dominantes parecen ser una encendida autoafirmación ligada al odio. Se desea la desaparición de este otro cuya bajeza moral o estupidez lo hace refractario a la Verdad. Sin embargo, ¿no será que el objeto odiado no es aquel que amenaza la Verdad, sino aquel que le da consistencia?

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Las redes sociales han logrado algo que veinte años atrás resultaba inconcebible: construir alguna forma de grupalidad utilizando una materia prima muy poco propicia para ello, el individuo neoliberal. Resulta sugerente indagar estas formaciones colectivas que se organizan al interior de las redes bajo el signo de la masa. Una masa humana no se define por su elevado número de integrantes, aunque algunas declinaciones del término (masividad, masivo) sugieran esto, sino por el tipo de lazo que en su interior se instituye. El término masa refiere a la fusión de elementos diversos en un todo macizo. Una masa humana se asienta en la disolución de las singularidades en el grupo, en la homogeneización que resulta de la sofocación tanto de la crítica como de todas las tensiones internas.

En su célebre estudio sobre las masas, Freud llama masas artificiales a aquellas que están conformadas en torno a un líder o conductor. Los miembros de una masa artificial, escribe Freud, han ubicado a un mismo líder en el lugar de su ideal del yo, y es esto lo que nutre la potente identificación que se establece entre ellos. En estas masas, el acallamiento de la crítica y la dilución de todo rasgo singular en el cuerpo colectivo se sostiene en la palabra idealizada del líder. En las masas artificiales el uso de la palabra es privilegio del líder, y las consignas, enunciados, imágenes que componen su mitología fundante, así como los modos de pensar e intervenir ante cada suceso, están articulados por la voz del conductor o desde la estructura de poder que este dirige.

En las masas contemporáneas articuladas en el seno de las redes sociales, por el contrario, todos sus integrantes tienen la potestad de hablar y la palabra de cada uno podría eventualmente diseminarse en pocos segundos a través de lo que conocemos como viralización. El efecto masa, pues, no depende precisamente del anonimato del yo ni tampoco del lugar del conductor, ya que las masas actuales pueden tener conductores ocasionales pero en ellas la figura del líder no opera como el centro que sostiene y garantiza el lazo. Más aún, las masas actuales parecen no tener un centro.

Minutos después del intento de asesinato a Cristina ya circulaban en grupos de WhatsApp memes y diatribas que iban articulando la teoría conspirativa en la que, según algunas encuestas, cree una significativa porción de la población: el intento de magnicidio no fue tal sino una simulación, un burdo montaje. Aún no se habían pronunciado los dirigentes de la oposición y ya circulaban memes desmintiendo el magnicidio. ¿Quién creó esta teoría? ¿De dónde surgieron las imágenes y frases que fueron componiéndola? En la mayoría de los casos es imposible situar el origen de las construcciones con las que las masas actuales van respondiendo ante cada situación ya que en ellas todos tienen voz y la palabra se expande de modo instantáneo y en múltiples direcciones.

Por supuesto, sólo una entusiasta ingenuidad podría celebrar aquí la libertad de expresión de las masas actuales. Por poco que profundicemos, notamos rápidamente que en el interior de cada masa el discurso está totalmente ceñido a un estricto protocolo que indica, en cada caso, qué se puede decir y qué no, quiénes son amigos y quiénes enemigos, cuáles son las formas específicas de hablar y de nombrar. Al interior de cada masa todo intercambio está pautado hasta el más mínimo detalle a fin de que en su seno reine una absoluta identidad.

La identidad imperante entre los miembros de las masas actuales es total, y la más mínima discrepancia genera un movimiento convulsivo y viral que expulsa de la masa al elemento disonante. No se trata de censura interna sino de cancelación. La censura supone una vigilancia centralizada dedicada a identificar y silenciar cualquier desacople del yo respecto del grupo, y en las masas actuales esto resulta fútil porque no hay tensión alguna entre el sujeto y la masa. Y no es que el sujeto se someta al colectivo, sino que aquello que lo empuja a la masa es precisamente la búsqueda de una identidad imperturbable con otros. Más aún, la práctica clínica nos muestra que en la actualidad la identidad del yo con el otro define el único vínculo aceptable para muchos sujetos, y entonces las más mínimas diferencias y conflictos producen conmociones profundas o rupturas de los lazos.

La exigencia de una perfecta identidad con el otro y su correlato, la extrema sensibilidad frente a la mínima diferencia, dan cuenta de que en el otro el yo no busca más que su propio reflejo. Y así la masa actual se nos revela como una suerte de laberinto de espejos en el que el yo se vincula menos con otros que con su propia imagen multiplicada al infinito. Por eso las discrepancias internas son inadmisibles hasta tal punto, por eso la más pequeña discordancia activa mecanismos violentos de depuración. Pareciera que sólo se puede amar en el otro lo que el otro tiene de uno.

En las redes sociales nos dirigimos constantemente a los otros. Esperamos de ellos un like o un comentario elogioso. Devolveremos la gentileza. En las redes el otro es el lugar en que obtenemos una confirmación de identidad y un reconocimiento narcisista. La complacencia melosa que suele imperar en las redes sociales es un testimonio tanto del regodeo del yo consigo mismo como de la imperiosa necesidad de un otro que lo convalide. Un yo exultante y frágil al mismo tiempo. Nuestra época ha erigido la autosuficiencia como modelo de felicidad, y el sujeto contemporáneo, buscando un repliegue indolente sobre sí mismo en que nada del otro lo afecte, se topa fatalmente con su radical dependencia del reconocimiento por parte del otro. Lo percibimos en la clínica: el otro suele funcionar como un rodeo para la autoafirmación y la autocomplacencia, un rodeo que es absolutamente necesario. Se requiere al otro, a veces desesperadamente, pero se lo tolera poco.

Ahora bien, una masa gobernada por tal pasión narcisista, con sus caprichos y susceptibilidades, con sus fragilidades existenciales y sus crispaciones intempestivas estaría siempre al borde de su disolución. En las masas artificiales, la palabra infalible del líder (el centro como único lugar legítimo de enunciación) garantiza la homogeneidad de lo que se dice, se piensa, se hace. ¿Cómo una masa sin centro podría ser tan homogénea? ¿Cómo alcanzar semejante uniformidad en la dispersión de las redes?

El punto es que las masas actuales tienen también un centro, sólo que éste está localizado en el exterior. Si miramos la cuestión con mayor detenimiento, apreciamos rápidamente que el odio al enemigo funciona como punto de anudamiento de todos los enunciados e imágenes que en ella circulan. Por este motivo no hizo falta que los dirigentes de la oposición dijeran que el intento de magnicidio era una farsa (casi todos ellos, por el contrario, subrayaron la gravedad del hecho) para que esta idea se instalara entre sus votantes; porque el centro de esta masa no está en sus referentes políticos sino en Cristina y el kirchnerismo, y es precisamente el odio al enemigo el que da forma a esta teoría conspirativa y le otorga el estatuto de verdad.

El enemigo es el centro exterior que garantiza la consistencia del lazo al interior de la masa, no sólo porque el odio hacia éste unifica las significaciones que la conforman, sino también porque permite volcar la hostilidad hacia el exterior depurando el interior de toda conflictividad. El odio es el material aglutinante de las masas actuales. Notemos el carácter paradójico que tiene el lugar del enemigo: se desea su destrucción, pero esto significaría la disolución del lazo al interior de la masa. La masa anhela la desaparición del enemigo, pero al mismo tiempo lo necesita vivo.

Jaime Fernández Miranda es psicoanalista. Director de la Maestría en Clínica Psicoanalítica con Niñas y Niños. Fac. de Psicología (UNR).