Como si hubieran sido cortadxs, separadxs de un cuerpo que en un comienzo era uno. Se desplazan por el escenario con una elegancia escandalosa. Lxs dxs guardan en la apariencia circunspecta de esos trajes, la identerminación de un sexo que contienen pero que también estalla en esos movimientos de cadera (la clave de cualquier arrebato sexual) sobre los que alguna vez teorizó Judith Butler.
La palabra que toman de las confesiones de Herculine Barbin tiene esa fuerza de la primera persona que es encarnada por Mayra Bonard al comienzo de Hermafrodita pero que se desgrana también en la voz de Hernán Casella en una tercera persona. Este juego donde ese personaje puede hablar sobre sí mismo y, a la vez, es analizado y visto como un caso, permite incorporar la mirada de Michel Foucault, el autor francés que escribió el prólogo de sus memorias publicadas en el año 1978.
Esa persona que poseía los dos sexos era catalogado en el siglo XIX como un hermafrodita, un término hoy descartado por su impronta patologizante. Herculine primero vive como una mujer que empieza a notar la gravedad en su cara, una barba incipiente y unos deseos desesperados hacia las jovencitas con las que comparte los internados y los conventos. Esa escritura, en la adaptación de Alfredo Arias parece combinar el relato confesional con los elementos teóricos para construir una dramaturgia reflexiva, que nunca se deja ganar por lo que sucede sino que apela a una observación como una instancia plástica, donde el público es llamado a apreciar la particularidad de la escena desligándose de toda palabra concluyente.
El movimiento deviene en la variedad de esa mutación, en la convivencia dislocada de los sexos que se asoman indecisos en el cuerpo de Herculine.
Bonard, Arias y Casella como directorxs de Hermafrodita deciden que la palabra tenga una sonoridad delicada, como un acompañamiento sutil para guiar el lenguaje de una danza que se parte y se fragmenta en relación a la noción de un cuerpo que no termina de comprender su drama. La denudez muta en monstruosidad cuando Bonard busca que su cuerpo parezca un reptil que succiona la mano de Casella que podría ser una pija. Varias veces los brazos de Casella parecen ocupar el cuerpo de Bonard sugiriendo un falo y ella interna los dedos en el torso de su partener como si allí quisiera instalar la forma de una vagina . La referencia al sexo biológico es visual pero nunca explícita .
Desde la imagen se trabaja la idea de similitud y discordancia de los cuerpos pero siempre bajo el acuerdo que se trata del mismo ser. Lo que en los tiempos de Herculine era un caso clínico, hoy es una variante que rompe con el binarismo. Si el conflicto de Herculine tenía que ver con una decisión que él o ella no podía tomar ( el pasaje de mujer a hombre fue decidido por un médico en función de conservar un orden, una clasificación) hoy es una instancia de intersexualidad que no tiene por qué definirse ni limitarse. De hecho la ambigüedad sexual es un campo de exploración y una posibilidad real que, de algún modo, esta obra reivindica.
Los cuerpos aquí tienen una valoración idéntica y si bien quedan al descubierto, lo que no se ve nunca es la genitalidad que los define. La escena donde los culos se superponen y tocan, donde vemos el cuerpo desde ese punto de vista sobre el que reflexionó Witold Gombrowicz en Ferdydurke , se instala como el punto extremo de una narrativa que no deja de ser bella porque está irremediablemente estetizada. En gran medida en Hemafrodita el cuerpo, si bien se sostiene en la totalidad y la presencia teatral, también busca ser pensado por partes. Herculine podría ser la cucaracha de La Metamorfosis de Franz Kafka, un ser que desconoce las decisiones de un cuerpo que se expresa a partir del dolor y de una descripción minuciosa que lo convierte en espectadxr extrañadx de su propia transformación.
Cuando Bonard y Casella realizan los movimientos de la cópula como el resultado de una coreografía virtuosa, la intervención de Foucault que se pregunta si necesitamos de un sexo verdadero recupera la experimentación en el marco de un contexto como el actual donde no estamos sometidxs a la idea de prohibición y transgresión .
Si Foucault decía que el sexo era estimulado, que proliferaban los discursos sobre sexualidad. ¿Qué lugar queda hoy para la experimentación si no es esa forma acompazada y rítmica de una danza que se ofrece como espectáculo? Si los personajes de Bonard y Casella se proponen como conferencistas, como dos seres que exponen un caso, hay algo en la fuerza del texto que los lleva a encarnar Herculine. Los acompaña una filmación donde Nicola Constantino que parece recrear los films silentes . Allí la artista plástica se muestra con esa androginia que el siglo XIX comenzó a domesticar. Un estilo que supo tener su fulgor en la vida cortesana y que incluso fue recreado por el teatro isabelino y las obras del renacimiento.
El texto en la pantalla, con grandes letras en francés, funciona como el territorio donde suceden los hechos. El documento se convierte en carne pero la desnudez siempre está enmarcada como si nunca fuera a desbocarse. En ese sentido la noción de disciplinamiento funciona como una estética, una manera virtuosa y atractiva de hacer de esa convivencia entre los sexos una una forma de representación, en una asimilación de las teorías sobre la performatividad o, incluso sobre la estructura barroca del travesti que describe Severo Sarduy. El sexo como materia de análisis necesita de la escena. La narrativa es agónica pero Arias, Bonard y Casella eligen quitarle al relato toda emoción y que la palabra sea el grado cero de un cuerpo que toma la codificación de la danza casi de una manera analítica para desglosar el cuerpo como una máquina insurrecta y, a la vez, disimulada en la oscuridad de los trajes, en esa seriedad que no se resiste a ese vaivén de las caderas donde el andar se convierte en la primera señal de incorrección.
Hermafrodita se presenta los sábados a las 21 y los domingos a las 19 en el Cultural San Martín