Eran tiempos modernos. Una orquesta central en el mercado de la música de tradición académica y un director estrella encargaban una obra a un ícono de la vanguardia. Y Luciano Berio respondía al pedido de Leonard Bernstein y la Filamónica de Nueva York con una obra llamada “Sinfonía” que, por supuesto, deconstruía la sinfonía o, por lo menos, la reformulaba para siempre. Era 1968. El mayo francés, 2001 de Stanley Kubrick (con música de György Ligeti), El Bebé de Rosemary, de Roman Polanski (con banda sonora de Krzysztof Komeda) y hasta un film mainstream, como El planeta de los simios, de Franklin J. Schaffner, con música rigurosamente atonal de Jerry Goldsmith. Y Pink Floyd, por supuesto. Y Tropicalia ou Panis et Circensis de Caetano Veloso y compañía. Y Electric Ladyland de Jimi Hendrix. Y el Doble Blanco de The Beatles.
En ese contexto –en ese año tan eternamente moderno– esa obra escrita para orquesta, un octeto vocal amplificado –los también icónicos Swingle Singers– en que un movimiento completo de una sinfonía de Mahler hacía de esqueleto y el collage se convertía en principio constructivo, bien podía entenderse como una respuesta a la época desde un género que no había resultado demasiado permeable -por lo menos conscientemente- a las fuerzas de la historia. Un género -y una manera de hacer y de escuchar música- que constituía su valor, precisamente, en la idea de lo “clásico”, de lo que está más allá de lo contingente, de lo que no se deja atravesar por las modas. Berio, en ese sentido, está lejos de ser ingenuo. Pocos músicos han sido tan conscientes -y han reflexionado de manera tan profunda- acerca de la historia. Y no hay, en esa Sinfonía, nada que no obedezca a una decisión estética poderosa, desde la elección de los textos –los más eruditos, como las citas de Finnegans Wake de James Joyce, de El innombrable de Samuel Beckett y de Lo crudo y lo cocido de Claude Lévi-Strauss; y los más profanos, como lecciones de solfeo y pintadas callejeras– a su fenomenal arquitectura palimpséstica.
Eran tiempos modernos también en Buenos Aires, donde la Sinfonía de Berio llegó, de la mano del Mozarteum, apenas cuatro años después de su estreno mundial. Volvería a hacerse recién en 2009, como apertura del Ciclo de Música Contemporánea del Teatro San Martín. Y regresa mañana como parte del Colón Contemporáneo en un concierto que, con la dirección del notable Tito Ceccherini, tendrá como protagonistas a la Orquesta Estable de ese teatro y, en la obra de Berio, al excelente Nonsense Ensamble Vocal de Solistas que dirige Valeria Martinelli. El resto del programa será una comprobación de que la modernidad no es solo un buen recuerdo: Mi-Part, de Witold Lutos³awski –otra obra encargada por una orquesta, en este caso por la del Concertgebouw de Amsterdam, en 1975– y la mucho más reciente Asyla, una composición deslumbrante de Thomas Adès, uno de los autores más destacados del presente y de quien no se ha escuchado casi nada en este país.
“Mi obra se llama ‘Mi-Parti’. Encontré la palabra en el Diccionario Quillet con la definición: ‘compuesto por dos partes equivalentes pero distintas’”, explicaba Lutoslawski sobre esta composición. “Eso era exactamente lo que deseaba. Pero mi-partición no sucede en el campo de la forma. En absoluto. La forma es un único movimiento que dura aproximadamente un cuarto de hora. Allí hay numerosos hilos conductores. Cada uno de ellos se desarrolla mientras interfiere con los otros y representa una acción. La forma de la pieza consiste en la progresión de al menos tres acciones, con una parte lenta al comienzo, y una sección sumamente activa en el centro de la obra.” El británico Adès, autor de obras de teatro musical de gran imacto, como su Tempestad, y de un importante cuerpo de composiciones sinfónicas y de cámara, es además un extraordinario pianista y un muy buen director de orquesta. Compuso Asyla en 1997, cuando tenía 26 años, y desde su estreno por la Sinfónica de Birmingham, con dirección de Simon Rattle, esta obra se ha instalado como una de las piezas centrales del repertorio orquestal de los últimos años. Su título remite al plural de “asilo” en latín y se trata, en rigor, de una obra inmensa, no sólo por las dimensiones de la orquesta requerida sino por el casi infinito rango expresivo que recorre.