El capitalismo nos exhorta a gozar. Cuenta con “máquinas” que modelizan el goce. Hay un prototipo del placer. Hay quienes lo producen y los que lo compran. Hay gigantescas escuelas en las que se nos educan para gozar. Hay cuarteles invisibles en los que nos convierten en soldados del goce estandarizado.

No se trata de contradecirlo, refugiándonos en algún tipo de ascetismo o prejuicio izquierdista. Por el contrario, habría que ampliar el territorio del goce, gozar no sólo consumiendo -que es el único sentido de goce que promueve el Capital-, también creando. Gozar no sólo en soledad, sino también con otros. Gozar viendo a otros gozar -cosa que tanto nos cuesta-. Gozar al contemplar un cielo, un pájaro haciendo dibujos sobre él, sin pretender enjaularlo (que ya no sólo se trate de un goce posesivo).

Gozar de ver al mundo, su belleza, pero también su imperfección. Nietzsche hablaba del amor fati (amar al mundo tal cual se presentaba). Gozar de las pausas, de los tiempos improductivos -que solemos padecer, considerándolos inútiles-. Inventar territorios de goce.

Hay que producir un nuevo hedonismo, politizar el campo de goce. Hay que re-libidinizar la vida. Pero no gozar a cualquier precio, como nos propone la industria del goce. Tiene que haber una ética del goce. Porque su mercantilización nos ha llevado a su perversión. Hay quienes gozan al someter, al violentar, al humillar. Hay quienes gozan al ser sometidos, lo cual ocurre en casi todas las relaciones de poder: en los lugares de trabajo, en nuestras relaciones afectivas, en la familia, en las escuelas.

El goce, a la vez, está ligado a la producción de sentido del régimen. Ha ocurrido con el goce sexual. El capitalismo en sus inicios supuso la heterosexualidad, con lo cual cerraba el sentido y la libido, aplastándolos, restringiéndolos a la familia nuclear. Pero la homosexualidad hizo presión, desde abajo, hasta que emergió, como cualquier fluido, y el régimen no pudo someterla. Frente al peligro de verse inundado, le puso diques a esos flujos, Se crearon espacios para que los gays y lesbianas gozaran con mayor libertad, por ejemplo las discotecas exclusivamente para ellos. Pero esos espacios son cerrados, están ocultos, como guetos que la sociedad no debe ver.

Por su parte, las sexualidades disidentes siguieron emergiendo de los cuerpos que no se dejaban codificar. Surgieron pulsiones que pusieron en entredicho la sexualidad binaria, hombres que deciden ser mujeres, Entonces las máquinas de semiotización dicen: “ok, ellos se llaman travestis”. Es una clasificación que nos deja tranquilos. Ahora sabemos quiénes son, y tal vez, en función de esa categoría, prever su comportamiento.

Pero el proceso de descodificación libidinal sigue avanzando. Hay quienes comienzan a levantarse todos los días con una nueva pulsión. Tal vez llegue un momento en el que las pulsiones no sean posibles de prever, para crear productos que la satisfagan. Pulsiones no mercantilizables, que no se dejen estandarizar: pulsiones singulares.

¿Qué va a hacer el régimen con las nuevas generaciones, en las que los pibes y pibas se levantan un día sintiéndose mujeres, y otros varones, planteando incluso el trans-genero?

El capitalismo se encarga de que todo el tiempo toda la sociedad esté produciendo y administrando un goce que le sirve para su reproducción. Restringe el campo del deseo al goce, extrayendo una plusvalía libidinal. Produce y vende estereotipos de goce, universalizándolos, masificándolos, como una maquina totalitaria. Es por eso que la respuesta debe partir desde cualquier lugar de nuestra existencia, re-significando nuestro trabajo, nuestro tiempo libre, nuestros vínculos amorosos, nuestra forma de habitar los espacios públicos, nuestra forma de consumir, de alimentarnos y hasta de respirar. Porque hemos llegado a un punto en el que ya ni siquiera sabemos hacerlo. Se trata nada menos que de la respiración, lo que nos conecta con el mundo, una función vinculada con la supervivencia. No es casual que hoy tanta gente se vuelque a las disciplinas como el yoga o la meditación para aprender entre otras cosas a respirar. Sería como empezar de cero.

Esa respiración está conectada con lugares sensibles de nuestro cuerpo. Hay que poder registrarlos. Volver a sentir cada parte de nuestro cuerpo -volver a tener un cuerpo-, que ha naufragado en el mar del automatismo y el atrofiamiento sensorial. Radicalizando esta práctica tal vez podremos llegar algún día a abrir la percepción, para conectarnos otra vez, pero de otro modo, con el afuera. Al final de este camino está el satori, donde ya no hay diferencia entre el yo y su entorno, donde se produce la fusión con el universo. Para llegar a ese punto debemos dejar pasar las pulsiones que nos encadenan al goce-mercancía, y a la vez poder gozar por el simple hecho de estar vivos. Soltar las riendas libidinales que están en manos de nuestro ego, para dejar de controlar el camino o el recorrido que nos podría llevar al goce seguro, que esclavo de nuestro hedonismo.

¿Por qué la soledad y el silencio aburren, o deprimen?. Me ocurre cuando salgo a remar. Llego a la isla y quiero silencio. Pero todos llevan su ruido citadino a esos lugares. Parlantes que escupen una música estridente que aplasta el silencio que necesito. ¿A qué le tienen tanto miedo? ¿No será que temen que en la soledad y el silencio encuentren un goce que los separe del ruido narcótico al que están encadenados?. ¿Será que por momentos la soledad amenaza con romper cadenas y llevarnos a deshacer el pacto de goce gregario, en un desierto donde ya no podríamos volver a gozar de lo que hoy gozamos? ¿Le tenemos miedo a que irrumpa un goce nuevo, que se salga de la norma, que nos tome por sorpresa, que ponga en peligro nuestra identidad? Creo que se evita el goce-acontecimiento, ese que irrumpe como algo intempestivo, imprevisto, que se encuentra por accidente, en la profundidad de nuestros cuerpos, en la introspección.

Tenemos que volvernos extremadamente sensibles para poder ver la belleza, o escuchar la sutileza de los sonidos que nos podrían hacer danzar gozosamente con la vida. La danza se daría con nuestro afuera. Son nuestros sentidos los que nos conectan con él. Pero incluso habría que pensar en una sensorialidad cuya función no sería sólo la de adaptación al medio. El medio y nuestra interioridad formarían un mismo cuerpo, una misma “máquina de goce”. Incluso la propia inteligencia estaría ensamblada a ella. ¿Cuál sería, allí, el límite entre nuestra interioridad y nuestra exterioridad? Disfrutar de una danza, de un fluir con el universo, dejándonos mover por el caos, por sus movimientos brownianos: goce cósmico.