Hay libros que nacen para vivir dos vidas. La vida primera, la original, cuando irrumpen en la literatura de su tiempo, de su sociedad. En el caso de La señora Ordóñez le tocó hacer su entrada hacia fines de los años sesenta, 1968. Cuando las clases medias, los estudiantes, los obreros de gremios fuertes y combativos empezaban un camino de radicalización que llegaría al cenit entre 1973 y 1974 que finalmente se cortaría después, abruptamente, con la dictadura, Marta Lynch ponía sobre la mesa una novela que abarcaba una mirada histórico política que ya desde las primeras páginas iba al hueso: el 17 de octubre de 1945. Visto cautelosamente desde el balcón de un departamento de Caballito. ”Aquella mañana de octubre del 45 la gente pasaba en grupos por la calle Alberdi hacia Rivadavia, ocupaba camiones, se reunían en las esquinas, todo con una nueva cara de agresión”. Nace así “el mundo amenazante, fuera del balcón”. Pero no era ingenua Lynch cuando elige ese punto de vista “desde el balcón” para ir abarcando diferentes perspectivas, incluyendo una mirada desde adentro, incluso desde un nacionalismo extremo que, sabía, no eran las canónicas y acérrimas miradas antiperonistas de los escritores argentinos (varones casi todos ellos) que le habían puesto su sello lapidario a los diez años del peronismo clásico. Escribe en otro contexto, trae otro aire. Pero decíamos que en este caso hay otra vida, y a La señora Ordóñez esa segunda oportunidad se la dio la televisión, cuando en pleno arranque de la democracia, en plena primavera democrática, 1984, se convirtió en una exitosa, inolvidable telenovela, que reflejaba, antes que nada, que la autora ya era parte de la literatura argentina más rutilante, casi integrante de una franja de farándula incipiente que los lectores y televidentes identificarían como una marca “alta”, de clase alta, chic y sofisticada, pero en declive. En la telenovela, la señora Ordóñez es más Lynch que nunca, nadie podía desligarla del todo de aquella mujer brillante que frecuentaba los almuerzos de Mirtha Legrand pero no dejaba de remarcar que detrás del aura aristocrática había una chica del pueblo nacida Frigerio, “la negrita Frigerio”, como se autodenominaba, no Lynch.
Estas dos vidas responden, deliberadamente o no, se lo quiera o no, a un mecanismo interno de la novela. En definitiva, se narran dos vidas vividas por una misma mujer: Blanca Maggi, la chica de la clase media hija de la Castellana y el padre otrora un radical revolucionario, se convertirá veinte años después en la señora Ordóñez, esposa y amante, cargando con las marcas de la edad, la época, el intento ambiguo de convertirse en artista plástica, resignada al final a descargar su historia de vida como ejemplo de lucha y de derrota, espléndida, inconformista. Dos vidas entonces para las dos caras de un mismo personaje.
Marta Lynch se suicida el 8 de octubre de 1985, dejando detrás de sí una estela de polémicas, de drama alto y bajo, de malditismo, sobre todo, por haber apoyado a la dictadura más de lo aconsejable. No fue una apologista de Videla, Massera y Martínez de Hoz; más bien cedió al impulso de querer ser una escritora e intelectual pública vocera de los giros y reencarnaciones de un colectivo hegemonizado por la clase media que, salida de la borrachera setentista, ahora pedía orden, progreso, seguridad. Pagó un precio altísimo por sus declamaciones.
Fue una figura fuerte, molesta, y una gran escritora, que como es de rigor, caería en los brazos de un largo olvido. Pero en este caso, al menos para la novela La señora Ordóñez, hay una tercera vida, porque acaba de ser reeditada en este 2023 tan problemático y febril como otros tantos años anteriores, en el marco de una tarea de rescate llevado adelante por Sudamericana, y que abarca a las tres damas del trío más mentado: Beatriz Guido, Silvina Bullrich y Marta Lynch. Entremos, pues, en los laberintos de pasiones de esta tercera vida de Blanca Maggi, la señora Ordóñez, Marta Lynch.
LA SEÑORA ORDÓÑEZ SE LA BANCA
Tantos años después, tantas vidas después, la pregunta clave, no definitiva, pero sí pertinente es si esta novela de más de 400 páginas, bestseller argentino de calidad en su tiempo, de una escritura espesa y caudalosa, por momentos de factura deslumbrante, sobre todo por su capacidad para pasar de un plano a otro (pliegues y repliegues del tiempo, la edad, la Historia) con una soltura que no oculta un formidable trabajo interno, se sostiene. Si tiene algo para decir de interés por encima de los afanes revisionistas de quien pueda ir a buscar entre sus páginas la impronta autobiográfica y la cuestión de la mirada sobre el peronismo, o los peronismos, ya que se insinúa esta idea de que algo se había proliferado y madurado en la militancia en esos veinte años. Y no digo que le hable a nuestro tiempo, y menos que menos a los lectores de cristal que buscan reforzar una identidad acolchada en los textos de las literaturas del yo o procurarse un Gran entretenimiento serio en los textos de género. La pregunta sería, ¿tiene algo para decir desde su tiempo a la literatura de hoy? ¿Sobrevive, sirve, su potencia observadora para diseccionar lo femenino, lo social, lo íntimo, aunque hoy por supuesto tendría muchas menos páginas y seguramente menos planos, menos pliegues y menos personajes en desfile incesante, entrando y saliendo de puertas y más puertas?
Mi respuesta no es concluyente, pero anota varios puntos a su favor, leída en su contexto de antes y de ahora. Hago una lectura de escritor en este caso, porque creo que la lectura crítica ya está evaluada en la biografía de Cristina Mucci (La señora Lynch) y en algunos ensayos que se le han dedicado.
Sorprende el arranque –que se retoma con vértigo y maestría hacia el final-, con la descripción del “coito” matrimonial donde en unas pocas páginas se pone en escena el núcleo, el corazón del asunto, que no es otro que el cuerpo de la mujer. Centro crudo, determinante. Aunque hay que admitir que en muchos pasajes Lynch se extravía a propósito en una suerte de sociología de la mujer de clase media y media alta, achatando temáticamente su propuesta con problemáticas “adultas” como la infidelidad, el tedio de la vida doméstica, el hogar, las vacaciones. Pero más de una vez da en el clavo (“nos aburrimos, claro, y eso después de todo constituye la familia”). Y siempre vuelve al cuerpo. Centro del placer y del dolor, por debajo de esa capa de tópicos más mundanos.
El cuerpo adquiere una dimensión significativa cuando de pronto aparece una faceta del personaje que en las primeras cien páginas estaba ocultado, o silenciado: su relación con el arte; algo entre la artesanía de nivel y los happenings. Blanca Ordóñez nos revela que había conseguido, unos meses atrás, realizar una larga hendidura en la madera, un posible grabado con cuchilla. “Y luego, una enorme nuez partida, en cobre, una herida honda con el borde entreabierto”. Y nos amplía Lynch: “Sus pequeñas obras tenían el aspecto desolado de lo que ha quedado inconcluso: se tornaban débiles y tristes con el tiempo. La nuez, aún abierta sobre su borde dentellado, no alcanzaba a dar la idea de madre, vientre o sexo: seguía siendo una herida”. Así, perforando interpretaciones salvajemente psicoanalíticas sobre el cuerpo y los símbolos del arte, las concavidades y los úteros, sin desdeñarlas del todo, queda erigido el par que importa, cuerpo y herida, el cuerpo herido. Porque finalmente será esa nuez exhibida en una galería de su amiga Berta, otrora su socia, la que la llevará a conocer el cuerpo de Rocky, el joven bello y depredador, el gigoló quizás homosexual que la sumerge en la última gran aventura erótica mientras el cuerpo se concentra sobre un nódulo que no deja de crecer. Nódulo que paradójicamente la devolverá –herida, todavía intacta- a los brazos de su marido médico, el doctor Ordoñez, dando por terminada la aventura en la que ella, suspirando, volviendo al comienzo, al coito matrimonial, suspirará frente al espejo, en la ducha y se consolará diciendo la más famosa frase de esta novela: “Hice todo lo que pude”.
Y en ese gesto de resignación activa, de contar los pormenores de veinte años de cuerpo, clase media y deseo hasta las últimas consecuencias, aceptando quizás de más cierta obediencia a los imperativos del best seller culto de la época, es sin embargo donde Marta Lynch llevó al punto máximo (ese todo del “todo lo que pude”) de sus posibilidades una literatura femenina bien plantada, consciente y reflexiva. Pasión y razón viviendo para siempre en la hendidura, escindidas pero juntas.