La guerra de Ucrania parece estar reconfigurando los bloques de poder que desde hace unas décadas se disputan la hegemonía mundial.
Treinta años después de la caída del muro, el proyecto neoliberal de occidente parece haber agotado su narrativa para justificar la creciente desigualdad e inequidad, y su proyecto insigne del Estado del bienestar keynesiano avanza en su desintegración a manos de las agendas que imponen las nuevas derechas ultraderechizadas.
En este escenario, que algunos analistas se apresuran a denominar como de multipolaridad, el proyecto de Occidente comandado por los Estados Unidos y la Unión Europea e instrumentalizado en la OTAN, se enfrenta a la emergencia de un nuevo bloque de poder que tiene a China como único referente. La segunda economía del mundo no solo libra su particular batalla por la hegemonía tecnológica con los Estados Unidos, sino que despliega con diplomacia de billetera su influencia en el sur global. Va a la búsqueda de acuerdos que le permitan asegurarse las materias primas necesarias para su desarrollo tecnológico, energía para su crecimiento industrial y alimento para su multitudinaria población. Alineados en el denominado BRICS, China suma así a Rusia, India, Sudáfrica y Brasil como un intento de contrapeso del bloque noroccidental.
Argentina, al ser un país clave en la producción de alimentos y reservas de minerales mundial tiene frente a sí una oportunidad única de hacer valer sus activos, pero no debe olvidar que la multipolaridad o el contrapeso al imperialismo norteamericano no será más que una duplicación de los intereses extractivistas que ya existen actualmente.
Será tarea de la política, que surgirá luego de este complejo año electoral, hacer valer sus activos y negociar, a ambos lados de los bloques de poder, sus condiciones para lograr que la riqueza retorne al pueblo y no escape en forma de capital financiero, como sucediera en la triste etapa de gobierno macrista.
Es fundamental entender que no existe un imperialismo bueno y que Latinoamérica no debería renunciar nunca a su singularidad, la de ser el único lugar donde aún se mantiene la gran expectativa histórica de conjugar en un proyecto popular democracia, justicia e igualdad. A diferencia de los futuros distópicos que ya se encuentran en distintas latitudes del mundo, Latinoamérica mantiene, en términos de Gramsci, aquel "mito fundacional". Los proyectos revolucionarios de los 70 y los populismos de izquierda del siglo XXI son los que constituyen la experiencia histórica donde ese mito fundacional puede abrevar.
O el mundo sucumbe en su autodestrucción o Latinoamérica es el nombre de un modo distinto de concebir el concepto de lo universal siempre amenazado de muerte por la voluntad de poder del Imperio.