Los padres de Sigmund Freud procedían de Polonia, pero fue en Moravia, mi tierra natal, donde el pequeño Sigmund pasó su infancia, al igual que Edmund Husserl y Gustav Mahler; el novelista vienés Joseph Roth también tenía sus raíces en Polonia, el gran poeta checo Julius Zeyer nació en Praga en el seno de una familia de habla alemana, y la lengua de su elección fue el checo. En cambio, la lengua materna de Hermann Kafka fue el checo, en tanto que su hijo Franz, adoptó enteramente la lengua alemana. El escritor Tibor Déry, personalidad clave de la revuelta húngara de 1956, era de familia germano húngara, y mi querido Danilo Kis, excelente novelista, es húngaroyugoslavo. ¡Qué maraña de destinos nacionales entre las personalidades más representativas!

Y todos los que acabo de nombrar son judíos. En efecto, ninguna parte del mundo ha estado tan profundamente marcada por el genio judío. Extranjeros en todas partes y también en sus propios países, educados por encima de las luchas nacionales, los judíos han sido en el siglo XX el principal elemento cosmopolita e integrador de Europa central, su argamasa intelectual, condensador de su espíritu, creador de su unidad espiritual. Por eso los amo, y me aferro a su legado con pasión y nostalgia, como si fuera mi propio legado personal.

Hay otra cosa que hace que la nación judía me resulte tan querida; es en su sino donde me parece que el destino centroeuropeo se concentra, se refleja, encuentra su imagen simbólica. ¿Qué es Europa central? Es esa incierta zona de pequeñas naciones entre Rusia y Alemania. Recalco las palabras pequeña nación. Efectivamente, ¿qué son los judíos sino una pequeña nación, la pequeña nación por excelencia?

Pero ¿qué es una pequeña nación? Les ofrezco mi definición: una pequeña nación es aquella cuya existencia puede ser cuestionada en cualquier momento, puede desaparecer, y lo sabe.

Como hogar de pequeñas naciones, Europa central tiene su propia visión del mundo, una visión basada en una profunda desconfianza hacia la Historia. La Historia, esa diosa de Hegel y de Marx, esa encarnación de la razón que nos juzga y nos arbitra, es la Historia de los vencedores.

He ahí por qué, en esa región de pequeñas naciones que “aún no han perecido”, la vulnerabilidad de Europa, de toda Europa, fue visible más claramente y más pronto que en otras partes. En efecto, en nuestro mundo moderno en el que el poder tiene tendencia a concentrarse cada vez más en manos de algunos grandes, todas las naciones europeas corren el riesgo de convertirse pronto en pequeñas naciones y sufrir el destino de estas. En ese sentido, el destino de Europa central aparece como la anticipación del destino europeo en general, y su cultura adquiere de inmediato una gran actualidad.

 

Basta con leer las más grandes novelas centroeuropeas: en Los sonámbulos de Broch, la Historia aparece como un proceso de degradación de los valores; El hombre sin atributos de Musil, describe una sociedad eufórica, que no sabe que mañana desaparecerá. En Las aventuras del buen soldado Svejk, de Hasek, la simulación de la idiotez es la última posibilidad de conservar la libertad; las visiones novelescas de Kafka nos hablan del mundo sin memoria, del mundo después del tiempo histórico. Toda la gran creación centroeuropea, desde principios de nuestro siglo hasta nuestros días, podría entenderse como una larga meditación sobre el posible fin de nuestra humanidad europea.

El volumen Un occidente secuestrado, que acaba de publicar Tusquets, reúne dos textos de Milan Kundera: su discurso ante el Congreso de Escritores en 1967 en Praga y "Un occidente secuestrado", artículo publicado en 1983. Aquí se reproduce un fragmento de este último texto.