Siempre que menciona a Estados Unidos, país de su ídolo y mentor Donald Trump, el desequilibrado ultraderechista Jair Bolsonaro dispara elogios llenos de euforia.
Hace poco, al volver de una temporada de tres meses que pasó refugiado en Florida, él ha sido directo: “Estados Unidos es el país que Brasil debería ser”.
Bueno: en al menos un aspecto estamos acercándonos a la realidad vivida en el país soñado por Bolsonaro.
En los últimos nueve meses ocurrieron en Brasil diez ataques armados a escuelas públicas y privadas, con al menos una docena de muertos. Todavía estamos lejos del escenario de brutal violencia registrado en la tierra de Trump, pero poco a poco avanzamos.
El último ocurrió semana pasada, contra una guardería privada en Blumenau, en Santa Catarina (foto).
Resultado: cuatro niños muertos, otros cuatro heridos.
El asesino de 25 años tiene antecedentes de agresión, intento de asesinato y tráfico de drogas. Está enjuiciado. Pero como el mi país la Justicia es más lenta que una tortuga acalambrada, sigue suelto.
Ah, claro: es seguidor de Bolsonaro. Luego de actuar se entregó a la policía, y detenido en seguida. ¿Hasta cuándo? Nadie sabe.
El alarmante cuadro no tiene solución a la vista.
Una serie de consistentes factores llevan a lo que hemos visto y, lamentablemente, seguiremos viendo. De brotes psicóticos a casos de profundo desajuste social, y vaya uno a saber cuántas razones más.
A medida que actos aterrorizantes son divulgados, más desequilibrados son incentivados.
Pero no es necesario recurrir a psicólogos, sociólogos y todos los “ólogos” del mundo para entender que la atmósfera vivida en el país a lo largo de los últimos cuatro años incentivó lo que vivemos.
Fueron tiempos de estímulo a la violencia, de loas a las armas, sumada a la difusión descontrolada por las redes sociales de difusión de actitudes amenazadoras cuando no sanguinarias que el país vivió en los tiempos de Bolsonaro, todo eso elevó los riesgos de que nuevas tragedias sean cada vez más tremendas.
En medio al asombro, al dolor y al duelo, al temor de que semejante peligro no deje de crecer, el país oyó un silencio de estruendo: el de Bolsonaro. Ni una única y solitaria palabra de repudio a la violencia y de solidaridad a las familias de las víctimas.
Todo eso ocurrió el miércoles. Por coincidencia, el mismo día en que él compareció a la Policía Federal para prestar declaraciones sobre el escándalo de joyas millonarias que intentó poner en el bolsillo.
Ha sido la primera vez, y la tragedia sirvió para desviar atenciones de la opinión pública.