Desde el principio de mi vida consciente siempre he sabido que mi abuelo paterno murió cuando mi padre era pequeño. Yo tenía dos abuelas pero un solo abuelo, y la sombra de esa persona ausente invadía con frecuencia mis pensamientos, incitándome a hacer suposiciones sobre quién habría podido ser aquel hombre y sobre el aspecto que habría tenido, porque en la casa no había ni una sola fotografía suya. Tal como recuerdo, en tres ocasiones diferentes de mi primera infancia pregunté a mi padre cómo había muerto el suyo. Siempre había una pausa antes de que contestara, y, cada vez que me respondía, me contaba una historia diferente de las anteriores. La primera vez que le pregunté me contestó que su padre estaba arreglando el tejado de un edificio alto y se mató al resbalar por el borde y caer al suelo. La segunda resultó muerto en un accidente de caza. La tercera, lo habían matado cuando era soldado en la Primera Guerra Mundial. Yo no tenía más de seis o siete años, pero había vivido lo suficiente para saber que solo se muere una vez, no tres, aunque, por razones que no llego a entender del todo, nunca puse en entredicho a mi padre para que me explicara las contradicciones de sus historias. Posiblemente porque era una persona tan remota, tan callada, que yo ya había aprendido a respetar la distancia que nos separaba y a quedarme obedientemente al otro lado del muro que había construido en torno a sí mismo. Derribar aquel muro y acusarlo de mentir no entraba, por tanto, en el ámbito de lo posible. Tengo un vago recuerdo de acudir a mi madre y preguntarle por las tres historias diferentes que me había contado mi padre, pero su respuesta solo sirvió para dejarme igual de perplejo. “Era tan pequeño por entonces”, me dijo, “que seguro que no recuerda lo que pasó”. Pero eso tampoco tenía sentido. Mi padre era el menor de cinco hijos, y seguro que sus hermanos mayores se lo habrían contado, incluso aunque su madre se hubiera negado a hablar de ello. Como el tercero más joven de los nueve primos hermanos que éramos, finalmente pregunté a los cuatro o cinco mayores si les habían explicado algo sobre la muerte del abuelo, y uno detrás de otro contestó que había recibido a sus preguntas la misma clase de respuestas evasivas que yo. Los cuatro hermanos Auster y su hermana habían decidido ocultar la verdad a sus hijos, y ninguno de nosotros, la generación más joven, tenía esperanza alguna de desentrañar el misterio de lo que había ocurrido con nuestro abuelo, fallecido mucho antes de que hubiéramos venido al mundo.
Pasaron los años sin avances en ningún aspecto, y entonces, por un golpe de fortuna tan inverosímil que parecía impugnar toda conjetura racional de cómo debe funcionar el mundo, uno de los primos mayores, una prima, se encontró por casualidad sentada junto a un desconocido en un vuelo transatlántico en 1970, y aquel hombre, que se había criado y aún residía en Kenosha, Wisconsin, la misma pequeña ciudad en la que nuestros padres habían vivido con los suyos durante la Primera Guerra Mundial y en años anteriores, desveló el secreto que había permanecido oculto a lo largo de las últimas cinco décadas. Debido a cómo era mi padre y a la clase de persona en que yo me había convertido por entonces, nunca le dije una palabra sobre el asunto durante el resto de su vida, que se prolongó nueve años más a partir de entonces. Yo sabía lo que él sabía, pero él nunca supo que yo lo sabía. Cualesquiera que hubieran sido sus motivos, me había protegido con su silencio cuando yo era pequeño y ahora yo tenía la intención de hacer lo mismo por él en su vejez.
La verdad se reduce a lo siguiente: el 23 de enero de 1919, dos meses después del final de la Primera Guerra Mundial, al comienzo de la tercera ola de la pandemia de gripe española que se había desencadenado el año anterior, y solo una semana después de la ratificación de la Decimoctava Enmienda de la Constitución, que prohibía la producción, el transporte y la venta de bebidas alcohólicas en Estados Unidos, mi abuela mató de un tiro a mi abuelo. Su matrimonio se había roto en algún momento de los dos años anteriores. A raíz de la separación, mi abuelo se había mudado a Chicago, donde se instaló a vivir con otra mujer, pero aquel jueves de 1919 por la tarde volvió a Kenosha para entregar unos regalos a sus hijos, y mientras estaba haciendo la visita, que sin duda él suponía breve, mi abuela le pidió que arreglara un interruptor de la luz en la cocina. Quitaron la corriente y, mientras el penúltimo Auster hijo le sostenía una vela en la habitación a oscuras, mi abuela subió a la planta superior para acostar al menor de sus pequeños (mi padre) y sacar la pistola que guardaba bajo la cama del niño, después de lo cual volvió a la planta baja, entró de nuevo en la cocina y realizó varios disparos contra su esposo, de quien estaba separada, dos de los cuales lo alcanzaron en el cuerpo, uno en la cadera y otro en el cuello, que debió de ser el que lo mató. Los periódicos de Kenosha anunciaron que tenía treinta y seis años, aunque sospecho que podría haber sido un poco mayor. Mi padre tenía seis y medio, y mi tío, el chico que sujetaba la vela y fue testigo del asesinato, nueve. Hubo un juicio, como es natural, y después de que mi abuela resultara inesperadamente absuelta por motivos de locura temporal, sus cinco hijos y ella se marcharon de Wisconsin, se dirigieron al este y acabaron ins- talándose en Newark, Nueva Jersey, donde mi padre creció en el seno de una familia destrozada y presidida por una matriarca exaltada, trastornada las más de las veces, que adoctrinó a sus hijos para que no dijeran ni palabra, ni entre ellos ni a nadie más, de lo que había pasado en Kenosha. Había pocos recursos, la vida cotidiana era una lucha incesante y, aunque los cuatro chicos trabajaban después del colegio, pagar el alquiler era un problema que ocurría con frecuencia, cosa que los obligó a mudarse varias veces para escapar de la furia de los caseros, lo que a su vez supuso que los chicos cambiaran de colegio a medida que iban pasando de un barrio a otro. Tantas amistades interrumpidas, tantos posibles vínculos rotos, hasta que al final los únicos con quienes podían contar eran ellos mismos. No se trataba de la pobreza digna de una familia venida a menos sino de la miseria severa de una familia que ha tocado fondo, con la correspondiente angustia, ansiedad y rachas de pánico que acompañan al hecho de no tener nunca suficiente.
La pistola era la causante de todo aquello, y los chicos no solo se habían quedado sin padre, sino que vivían con el conocimiento de que lo había matado su madre. Sin embargo, la querían; de un modo obstinado, feroz. Y, por desequilibrada que pudiera mostrarse en ocasiones o caprichosa en el trato que les daba, se mantuvieron firmes y nunca flaquearon en su devoción.
Cuando hablamos de tiroteos en este país, invariablemente centramos el pensamiento en los muertos, pero rara vez hablamos de los heridos, de los que han sobrevivido a las balas y siguen viviendo, a menudo con devastadoras heridas permanentes: el codo hecho añicos que deja inútil el brazo, la rodilla pulverizada que convierte el paso normal en una dolorosa cojera, o el rostro destrozado y recompuesto con cirugía plástica y una prótesis de mandíbula. Luego están las víctimas a las que las balas no han lastimado pero que continúan padeciendo las heridas internas de la pérdida de seres queridos: la hermana tullida, el hermano con lesión cerebral, el padre muerto. Y si tu padre ha muerto porque tu madre lo mató a tiros, y si a pesar de eso sigues queriéndola, casi seguro que irás cayendo poco a poco en un estado mental con tantos cables cruzados que en buena parte acabarás apagándote.
A los tres hijos mayores, que en la época del asesinato ya estaban casi formados, les resultó más fácil acomodarse a la nueva realidad que a los dos pequeños, mi padre, de seis años y medio, y mi tío, de nueve. El chico que presenció el crimen se convirtió en un hombre próspero pero turbado, dado a feroces accesos de cólera, espantosos ataques de gritos, chillidos y rabia incontenible que podía constituir una fuerza huracanada que derribara paredes, casas y ciudades enteras durante sus más virulentos berrinches. En cuanto a mi padre, retraído en su mayor parte, trabajó mucho para transformar su taller de reparación de radios en un negocio de electrodomésticos propiamente dicho, siguió siendo un soltero irresponsable e independiente, y vivió en casa de su madre hasta los treinta y tres años. En 1946 se casó con mi madre, de veintiuno, mujer a quien presuntamente adoraba pero no podía amar, porque para entonces era un hombre solitario, fracturado, cuyo paisaje interior era tan tenebroso que vivía distanciado de los demás, cosa que no lo hacía apto para el matrimonio, de modo que mis padres acabaron divorciándose, y, siempre que pienso en la fundamental bonhomía de mi padre y en lo que podría haber llegado a ser de haberse criado en otras circunstancias, también pienso en la pistola que mató a mi abuelo: la misma arma que destrozó la vida de mi padre.
Las fotos de Ostrander según Auster: “Las imágenes que acompañan el texto de este libro son fotografías del silencio. A lo largo de dos años, Spencer Ostrander emprendió varios viajes largos por todo el país para fotografiar el emplazamiento de más de treinta tiroteos masivos ocurridos en las últimas décadas. Las fotografías son notables por la ausencia de figuras humanas y por el hecho de que en ningún sitio haya a la vista ni siquiera la sugerencia de un arma. Son retratos de edificios, construcciones sombrías a veces, desagradables, emplazadas en paisajes norteamericanos anodinos, neutrales: estructuras olvidadas donde hombres con fusiles y pistolas perpetraron horrendas matanzas, consiguieron brevemente la atención del país y cayeron luego en el olvido hasta que apareció Ostrander con su cámara y las trasformó en lápidas de nuestro dolor colectivo”.