Desde Barcelona

UNO Rodríguez siempre quiso ser escritor pero, de un tiempo a esta parte, quiere ser escritora. Y, de entre todas las mejores escritoras que andan dando vueltas por ahí, Rodríguez querría ser Ottessa Moshfegh. De nombre complicado pero inmediatamente inolvidable, nacida en Boston en 1981, hija de croata e iraní, Moshfegh fue considerada en su debut la "Next Great Thing" de la literatura norteamericana. Y --varios premios y libros después-- ya es The Big Thing a secas. Y Rodríguez la leyó toda y quisiera ser ella para escribir como Ottessa Moshfegh.

DOS Mi nombre era Eileen se presentó en 2015 (aunque Moshfegh ya había destacado con la experimental McGlue en 2014) y nada menos que John Banville la definió como fruto oscuro de hipotético casamiento de Jim Thompson con Patricia Highsmith. Entonces Moshfegh no tuvo problema alguno en admitir que comenzó a escribirla como producto comercial y dinero fácil. Porque ya estaba cansada de bolsillos vacíos y botellas llenas y comida basura y problemas alimenticios. "Decidí jugar el juego y decirles fuck you y demostrarles cuán fácil era ganar en su campo y ser famosa". Y lo consiguió. Y, de acuerdo, es un thriller. Pero, a las pocas páginas, Rodríguez supo que donde se había metido no era exactamente el sitio en el que pensaba que había entrado. Y lo que acababa valiendo e imponiéndose era la prosa, el fraseo, el ritmo de Moshfegh al servicio de una de esas tramas que es como un accidente de auto al costado del camino: uno no quiere mirar pero no puede resistirse a ver. Y lo que se ve y se oye es a una mujer pidiendo ayuda pero, a la vez, tan peligrosa y "viviendo en un mundo donde los asesinos de masas son reelectos como presidentes".

TRES Y tal vez lo mejor para Rodríguez, la mejor puerta de entrada a Ottessaland: los catorce relatos recopilados en 2017 en Nostalgia de otro mundo. Basta con asomarse a los tres primeros especímenes (el bestial e irreverente "Me estoy cultivando" que recuerda un poco a la primera y más desatada Lorrie Moore, seguido de esa sutil y desesperada y romántica postal que es "El señor Wu" con aires de crepuscular y reciente Murakami, y luego "Malibú" con ese sobrino y su tío que pueden leerse como poluciones de un Raymond Carver en LSD) para admirar la diversidad de registros. Y Moshfegh no sólo arranca con fuerza sino que, también, deja lo mejor para la despedida: el cierre con "Un lugar mejor". Aquí los pequeños y siniestros gemelos Úrsula y Waldemar --versión psycho-alien de Hansel y Gretel-- intuyen que provienen de "otro sitio" y se explican: "No hay consuelo aquí en la Tierra. Hay fingimiento, hay palabras, pero no hay paz. Nada es bueno aquí. Nada. A cada lugar que vas en la Tierra hay más y más tonterías. Yo vengo de otro lugar. No es como un lugar real en la Tierra o algo que pudiera señalar en un mapa, que no tengo... No es un lugar ni ningún lugar, pero tampoco es ningún lugar. No es un dónde. Pero ciertamente no es este lugar, aquí en la Tierra, con todos ustedes, gente tonta". Y, ah, la única manera que tienen de volver a casa, piensan los gemelos, es asesinando a la persona correcta. Otro de los relatos de Nostalgia por otro mundo --lo más parecido a nadar en una piscina desbordante de tiburones y pirañas y, también, de niños y ancianos insoportables-- se titula "Aquí nunca pasa nada". Mentira. Porque pasa mucho.

CUATRO Rodríguez siguió con lo que siguió Moshfegh: Mi año de descanso y relajación (2018). Allí, oscurísima y desopilante, Moshfegh combinaba lo mejor de Joan Didion y Fran Lebowitz y Lorrie Moore y A. M. Homes con una anti-heroína protagonista que bien podría pasar por hermanita menor del Patrick Bateman del cada vez mejor Bret Easton Ellis (a quien Moshfegh admira). Pero a diferencia de aquel american psycho, esta chica no tiene ganas de matar a nadie sino de consagrarse como muerta viviente, como sonámbula de sí misma apenas interactuando con los egipcios del almacén de la esquina y con los cada vez más opacos destellos de su propio pasado. Lo que desea, sí, es desaparecer, eclipsarse, tachar su historia de la Historia. Y casi lo consigue: pero el beso de un luminoso día de septiembre del 2001 trae de vuelta a esta bella durmiente donde ya no será una sino parte de un todo que incluye a esas dos torres que de pronto, ¡sorpresa!, ya no están ahí.

CINCO Después, en 2020, La muerte en sus manos, que comienza así (¡y qué comienzo!): Vesta Gul (¡y qué nombre!), alguna vez víctima de marido cruel y ahora viuda de setenta y dos años, sale de su cabaña de recluida a caminar por el bosque. Y encuentra una nota (¡ y qué nota!) en la que se lee: "Se llamaba Magda. Nadie sabrá nunca quién la mató. No fui yo. Este es su cadáver". Pero allí no hay cuerpo alguno sino, a partir de entonces, la más omnipresente de las ausencias que, de inmediato, acompañará día y noche a la, digámoslo, no muy estable y bastante volátil y muy solitaria Vesta. Y así --en menos de lo que se demora en decir David Lynch-- otra variación del Aria Moshfegh: mujer a solas (y narradora más que poco confiable) quien, de pronto, comienza a comprender que ella misma no es la más conveniente de las compañías.

SEIS Y en 2022 Moshfegh alucinó e hizo alucinar más que nunca a Rodríguez con Lapvona: su muy particular y encandiladora versión de la más oscura Edad Media rebosante de fango de conjuras y el hedor de pestes con señores feudales, jóvenes deformes, sacerdotes farsantes y sanguinaria banda de bandidos. Y --sensibles abstenerse-- todos están unidos por una casi desopilante compulsión a la secreción de lo interno. Vómitos y excrementos y pústulas en flor y heridas abiertas a latigazo limpio son, casi, el argumento de una novela cuya trama tampoco se priva de supurar acontecimientos y sorpresas o momentos de incesto y canibalismo y torturas y pedofilia. La sensación es la de una suerte de remake de aquella sátira artúrica de los Monty Phyton con Charles Bukowski como tabernero sirviéndole copas a un Shakespeare desatado y revisión a fondo por David Cronenberg. Pero, por encima de todo y de todos, Ottessa Moshfegh y lo suyo. Algo que el crítico Dwight Garner describió que es "como ver a alguien sonreír con la boca llena de sangre"; o como la propia Moshfegh definió en entrevista: "Mi escritura es depravada pero, también, algo muy refinado. Es algo así como contemplar a Kate Moss cagando".

Pues eso.

SIETE ¿Qué será lo próximo de Ottessa Moshfegh? Cualquier cosa es posible pero siempre dentro de algo sin límites porque, en estos tiempos hipersensibles y canceladores, así piensa ella: "Una novela es una obra de arte literaria cuyo objetivo es el de expandir las conciencias: necesitamos novelas que vivan en un universo amoral más allá de la agenda política o lo que se vigila desde las redes sociales".

Rodríguez busca y encuentra el significado del nombre Ottessa: entregar en abundancia pero poco o poco. Como quien sangra de una pequeña herida en las encías que nunca cicatriza del todo, como quien caga mucho pero con dificultad.

 

Pues eso.