Este viernes, a las 19, en la galería de arte Circa (España 768, espacio comercial Casa España) se inaugura Antífona, exposición individual del reconocido pintor argentino Juan José Cambre. La muestra incluye una serie reciente de pinturas del artista y un breve video realizado por Joaquín Cambre en 2020 en el taller de su padre, a quien se ve trabajar en esa serie de obras. La cámara hace un paneo sobre los bocetos y las pinturas. Los subtítulos componen una especie de antífona: “Estoy pintando/ óleos sobre papel/ en esta cuarentena/ a partir de bocetos/ de hace tres años”. La antífona (del griego antíphonos, “voz que responde”) es una forma musical melódica breve de las liturgias cristianas: a una voz que pregunta le sucede una respuesta. Esta estructura de pregunta-respuesta es la que toma Cambre para esta muestra de pinturas abstractas.
Antífona marca un doble o triple retorno. De Cambre a la geometría sensible, a aquellas formas puras que dejan entrever sin embargo la huella de la pincelada. De Cambre a Rosario, en cuyo Museo de Arte Contemporáneo expuso en 2014 una obra, titulada “Naranja” (esta consistía en un conjunto de lienzos monocromos en un mismo color -el del título- y un dibujo de un sencillo paisaje sobre la copia de una carta ominosamente optimista del actor y performer cordobés Jorge Bonino, fechada en Bariloche el 15 de marzo de 1976, 9 días antes del golpe de Estado). Y marca además el retorno de Cambre al proyecto de gestión cultural iniciado por el poeta Armando Santillán y su esposa hace 40 años con el nombre de “Sala de la Pequeña Muestra” y retomado por la hija de ambos, Paula Santillán, a través de Circa. Hace 10 años, el 8 de abril de 2013, falleció Armando. Su legado se continúa en este proyecto de Paula.
El viernes 10 de agosto de 1984, a las 20, se inauguró en aquella sala del subsuelo del Pasaje Pan una exposición de tres jóvenes artistas que hoy costaría carísimo reunir: Juan José Cambre, Guillermo Kuitca y el rosarino Fabián Marcaccio. Los tres acreditan hoy unas trayectorias internacionales rutilantes. Las obras eran, como se decía entonces, pinturas “transvanguardistas”. Ponían en evidencia la cualidad sensible del medio pictórico. No ocultar el brochazo, el chorreado; exhibir cierta tosquedad en la factura de las figuras; sumergirlas en el magma de la pintura, que era la protagonista estelar: de eso se trataba estar en sintonía con lo que se hacía en los centros mundiales del arte.
Una década más tarde, a mediados de los ‘90, Cambre exponía lo que él llamaba sus Cuencos. Se trataba de una misma imagen pintada en el centro de cada pintura: la de un cuenco, el utensilio que replica la función de las dos manos juntas, ahuecadas. Cada cuenco se desdibujaba en la materia pictórica, aplicada y vuelta a aplicar en capas, que dejaban entrever la huella sensible del pincel. Porque se trataba de veladuras, capas con poca materia. En años sucesivos, esta técnica de encapado le permitió a Cambre borrar por completo la huella humana. La superficie pictórica se mostraba lisa, sin expresión. No lo hizo de un día para el otro sino en forma muy gradual; a lo largo de muchas series y exposiciones, la imagen fue desapareciendo a expensas de la pintura, de la superficie.
Era como si, en el siglo siguiente, el artista retomara los principios estéticos que, desde la crítica, regían a mediados del siglo veinte a las corrientes pictóricas de lo que los historiadores del arte dan en llamar “el alto modernismo”: el campo de color, el borde duro, tendencias basadas en una crítica normativa de la fidelidad absoluta a lo específico del medio pictórico, es decir: las dos dimensiones, el ángulo recto y el plano. Desde la transvanguardia de los ‘80, desde el posmodernismo de los ‘90, para Cambre el paso siguiente fue inventar su propio neomodernismo. La crítica apoyó su evolución.
Pero el 2020 encerró a la humanidad. El mundo exterior desaparecía. Cambre pegó en la pared unos bocetos, dibujados a lápiz color sobre papel milimetrado. Los pintó en versión ampliada y, esta vez, no aplanó por completo la superficie. Dejó unas huellas, unos rastros expresivos. El color vuelve a atreverse a tomar la forma casual del gesto. Ya no se trata del estallido pictórico de los ’80, sino de un extremo de control y sutileza, logrado gracias al dominio del oficio. En cada pintura o díptico (par de pinturas que forman una sola obra), hay una manera diferente en que la pincelada abre el plano a la espacialidad. Puede ser una suave modulación, o un borde que vacila y se difumina. Los colores siguen ahí. Y siguen reluciendo como gemas. Aquellas aguas de pintura donde se sumergían los cuencos (estas sagradas aguas) todavía tiemblan de luz incandescente.