Lo vemos a diario. La comunicación es un escenario de violencia. Por la forma como se selecciona la información y se producen los mensajes, pero también y fudamentalmente por lo que intentan generar quienes elaboran y protagonizan las noticias. Los relatos están inevitablemente cargados de subjetividad que se trasunta en expresiones e imágenes. La reiteración y la redundancia en determinados argumentos –pertinentes o no- machacan en la razón y en el sentir de las audiencias horadando como la gota de agua en la piedra hasta dejar su huella. Por increíble que parezca: es cuestión de tiempo y de resistencia del material.
Y no debería entenderse lo anterior como falta de criterio o indefensión por parte de las audiencias ciudadanas. Al margen de que nadie puede –con certeza y en sano juicio- mediar y evaluar intenciones es incuestionable que la construcción de los mensajes revelan posiciones ideológicas e intencionalidades, transparentan lo que se persigue. Todo argumento a favor de la “imparcialidad” o de la “independencia” de quien emite solo sirve para dejar en evidencia y subrayar lo dicho anteriormente.
Sucede entre nosotros frente al discurso de la inseguridad que más que en datos se articula en base a la reiteración de imágenes televisivas que presentan la violencia como una familiaridad que se introduce a través de las pantallas y las redes aún por encima de la experiencia cotidiana. Refiriéndose en forma genérica a esta situación la investigadora mexicana Rossana Reguillo, antropóloga y comunicadora, sostiene que “la indefensión experimentada como un dato cotidiano por los ciudadanos y ciudadanas, tanto frente a la impunidad de las autoridades o frente a su incapacidad para abatir los niveles de inseguridad, como frente a una violencia latente y amorfa cuyas fuentes no son objetivamente identificables, está dando paso a la reconfiguración de un discurso autoritario y a un incremento de los dispositivos de vigilancia y control en diferentes esferas de la vida social. Un discurso que engendra su propio orden y que se ofrece a sí mismo como discurso de la certidumbre y que se alimenta precisamente del miedo (al otro especialmente), de la duda y contribuye a erosionar el vínculo social”.
Lo anterior opera tanto para la descalificación personal como política, para la estigmatización de personas o de grupos sociales. Y el sistema de medios –tanto los convencionales como digitales- sirve para reforzar las etiquetas mediante la reiteración de imágenes estereotipadas para representar tanto la violencia como la pobreza, lo supuestamente “bueno” y lo que no lo es. Todo ello complementado con la adjetivación que le atribuye a la juventud de barrios populares o a quienes manifiestan para reclamar por sus derechos y calidad de vida, la condición de “vagos”, “violentos” o “peligrosos” sin ninguna información o argumento válido que lo sostenga. Es el mismo recurso con el que se señala como “chorro” o “corrupto” a un dirigente político a partir de su identificación ideológica. Es un discurso mediático que etiqueta de manera simplista y marca a los sujetos que son nombrados. Es un procedimiento para construir un “sujeto peligroso”, enemigo de la sociedad, al que hay que combatir por todos los medios. No importa si se trata del “pibe chorro” o “drogadicto” por su sola condición de joven, o del “Papa comunista” porque entiende el mundo desde un lugar diferente al propio.
Estigmatizar es una forma de violencia y un recurso al que hoy recurren los discursos de derecha. En la escena política y amplificado por los medios de comunicación. Lo sostuvo también Cristina Fernández de Kirchner recientemente cuando afirmó que “los discursos del odio en medios de comunicación y redes sociales, la estigmatización del que no piensa igual, hasta querer inclusive suprimir su vida y la violencia son el signo contemporáneo de las nuevas derechas”.
El discurso que emana de la derecha política y que tiene cabida en el sistema de medios elabora un elenco de estigmas que simplifican la complejidad de lo real a modo de eslogan publicitario con la intención de provocar reacciones, de generar categorías para leer la realidad basadas en el enfrentamiento, en la construcción de un enemigo al que hay que destruir como recurso de supuesta autopreservación.
Es una realidad política y mediática que ya está instalada en nuestra cotidianeidad y que seguramente se agudizará ante el clima electoral. A ello solo se puede oponer información veraz, multiplicidad de voces y ejercicio plural del derecho a la comunicación. Para lo cual se sigue necesitando inteligencia y sagacidad política, pero también políticas de comunicación que atiendan el problema.