El 2 de abril de 1982 la dictadura cívico militar eclesial empresarial dio comienzo a una de sus aventuras sangrientas. El desembarco de tropas en las Islas Malvinas fue encabezado por uno de los verdugos de la ESMA: Pedro Giachino.

En otras islas del Atlántico Sur había seres deleznables, como el criminal de lesa humanidad Alfredo Astiz, esta lacra es responsable del secuestro y la desaparición forzada de personas como Azucena Villaflor fundadora de la agrupación Madres de Plaza de Mayo y de otras personas a las que marcó en la Iglesia de la Santa Cruz en Buenos Aires. Este chacal artillado mató a la joven militante social y barrial Dagmar Hagelin y a la hora de combatir contra las fuerzas militares británicas se rindió como lo que es: un cobarde genocida.

Los militares, tanto argentinos como ingleses, perpetraron un baño de sangre, usaron como coartada el discurso imperial y el persistente y tóxico nacionalismo.

Mandaron a mataron a matar y a morir. La carnicería de Malvinas fue la coronación del genocidio y del proceso filicida. Como decía George Orwell en las guerras la primera víctima es la verdad. Durante la guerra de Malvinas la censura y la manipulación mediática fueron un instrumento fundamental para envenenar y formatear mentes y fanatizarlas.

Los soldados caídos, los mutilados de por vida en la contienda bélica no buscaron ser héroes, los privaron de alimentos, de abrigo y hasta los estaquearon.

Tiempo después un grupo de oficiales perpetró una asonada en Campo de Mayo. El presidente Raúl Alfonsín los llamó "héroes de Malvinas" e impulsó las leyes de obediencia debida y punto final, que garantizaron la impunidad. Carlos Menen indultó a los asesinos de las y los luchadores sociales.

Aún en el presente, el poder judicial les otorga privilegios a los genocidas. Memoria viva y activa del horror. No olvidamos. No perdonamos. No nos reconciliamos con los verdugos de la hijas e hijos del pueblo. El capital y el Estado hacen miserables las vidas de millones de seres. Sigamos luchando contra eso.

Carlos A. Solero