En 1919, en la Corte Suprema de justicia de Michigan, se produjo un hecho con consecuencias ideológicas que ya superan los cien años, aunque sus raíces están en la Inglaterra del siglo XVI, como explicaré en un próximo libro, algo para leer con menos urgencia y ansiedad, al menos esa es la superstición de todo escritor que malgasta su vida investigando cosas que a pocos les interesa y a muchos no les conviene.
Un protagonista y víctima paradójico fue Henry Ford, uno de los tantos millonarios admiradores y condecorados de Hitler, con un sentido aristocrático y racista de las sociedades. Siete años más tarde, su decisión de otorgarles a sus trabajadores uno de los derechos más largamente revindicados por los sindicatos en Europa y Estados Unidos, las ocho horas (8-8-8, ocho horas para trabajar, ocho para descansar y ocho para vivir) se basaba en que los obreros debían tener tiempo y poder de consumo para ampliar los negocios de los de arriba. Como Hitler, Ford también había entendido eso de producir un auto del pueblo (Volkswagen) que pudiese llevar a un hombre al volante, su mujer al lado y tres hijos detrás.
Para la segunda década del siglo XX, y debido al éxito de las Fort T que todavía ruedan sobe las calles de la antigua ciudad portuguesa de Colonia del Sacramento en Uruguay, Ford Company había acumulado un exceso de capital, por lo cual su gerente, Henry Ford, decidió aumentar el salario de sus obreros. En gran medida se trató de una estrategia publicitaria y, sobre todo, de la sospecha de Ford de que algunos accionistas estaban acumulando ganancias para abrir su propia compañía y competir con la suya (como los Dodge, que ya proveían de piezas mecánicas a la misma Ford), pero en los hechos iba a beneficiar a los obreros de la compañía.
Apenas enterados de los planes de Henry Ford de dejar gotear algo de las ganancias a sus obreros, los hermanos John y Horace Dodge, con un diez por ciento de las acciones de la compañía, demandaron a Ford Co. argumentando que los capitales acumulados pertenecían a los accionistas, no a los trabajadores, cuyos salarios ya eran competitivos en el mercado. ¿Para qué más? La demanda se basó en la acusación de que los trabajadores le estaban robando el dinero que le pertenecía a los inversionistas.
En 1919, la Suprema Corte de Michigan le dio la razón a los Dodge, lo cual no sólo les permitió recibir un capital extra para iniciar su propia Automotora Dodge y millones de simpáticos autos que invadieron el resto del mundo como prueba de los beneficios del capitalismo, sino que, más importante que eso, sentó un antecedente judicial, cultural e ideológico. Desde entonces, las decisiones de otras cortes y de otros medios convirtieron en dogma escrito la idea de que los capitales y sus beneficios le pertenecen a los accionistas, no a los trabajadores.
De forma explícita, la Corte Suprema del estado determinó que los gerentes de una compañía deben administrar sus compañías para beneficio de sus accionistas, no para la caridad de sus trabajadores y, de ahí en más, se convirtió en dogma para el resto. Filosofía que se parece mucho a la del sistema esclavista, abolido medio siglo antes pero gozando de buena salud en el resto de la cultura dominante, reproducido y practicado desde el mogul de los medios William Hearst hasta cada uno de los CEOs de las transnacionales más poderosas del país.
Está de más decir, que las mismas obviedades fueron adoptadas y defendidas como la vida en las colonias del Sur Global y que poco ha cambiado desde entonces.