Los años noventa fueron cruciales en mi vida. Había completado hacía poco mis cuatro años como médico en el Servicio de Psicopatología del Hospital Italiano. De pronto, decidí viajar a Nueva York para estudiar cine, otra de mis pasiones junto con la escritura. Había decidido darle un nuevo cauce a mis experiencias con el súper 8, con el que filmaba desde mis 14 años.
Como tesis de graduación de la escuela de cine escribí un guión para un corto en el que contrastaba dos discursos: la voz en off de un testigo que era desmentida por unas imágenes mudas, que revelaban el homicidio de su amigo por celos. Mi proyecto no fue bien recibido entonces, por lo que acabé filmándolo en Buenos Aires. Para mi sorpresa el film ganó varios premios en festivales norteamericanos, lo que impulsó mi afición por una narrativa no tradicional.
En aquella época conocí la obra de Derek Jarman, un cineasta, escritor y artista visual inglés que denunciaba el abandono del Estado frente a la epidemia del HIV, de la que él mismo moriría en 1994. Sus películas más conocidas eran Sebastiane, una versión queer sobre el santo católico (¡y totalmente hablada en latín!), y Caravaggio, una mirada homoerótica sobre el pintor. También había visto sus videoclips para los Pet Shop Boys y The Smiths.
Pero cuando vi su película The Garden de 1990, quedé hipnotizado. Tiene imágenes surrealistas y oníricas que tocan temas como la vida, la muerte, la creatividad y la naturaleza. Dos hombres enamorados son reprimidos y castigados, Tilda Swinton es una especie de madonna en decadencia en medio de un paisaje industrial y desolado. Pero el jardín es también una metáfora del paraíso, un refugio en la naturaleza. El uso del Super 8 y el 16mm le permitieron la incorporación de gestos manuales y fluidos, solo posibles con una cámara liviana. Es también una película hecha por amigos. La música de Brian Eno crea una atmósfera mágica que se complementa con imágenes que parecen pinturas abstractas. Desde lo personal a lo político, The Garden es una exploración casi mítica de la represión sexual, la homofobia y la iconografía religiosa. Y Jarman, cada vez más enfermo, enfrentaba su mortalidad.
No volví a recordar esta película hasta años después. Fue cuando visité la Prospect Cottage, la casa en la que vivió sus últimos años con Keith Collins, su compañero, en donde Jarman retomó su pasión por la jardinería.
Había ido a visitar a mi amigo Luciano, profesor de cine en Londres. Decidimos desviarnos de nuestra ruta a las playas de Bristol para visitar la casa de Jarman. Tanto él como yo éramos fans de nuestro mayor referente del cine experimental. Yo manejaba mi auto alquilado con el volante a la derecha, cruzándome peligrosamente de carril a cada rato, sin poder superar mi automatismo. Finalmente cambiamos asientos y fue él quien completó el viaje.
Lo primero que me sorprendió fue el paisaje. Se había vuelto literalmente plano, como el desierto patagónico. La ruta se convertía en un camino angosto sin señalización. A los costados no había alambrados ni banquina. El mar era una cinta plateada al mismo nivel que la carretera. Un paisaje cósmico con una luz fantasmal. Al fondo del camino apareció el faro negro con una franja blanca al medio, y enseguida la enorme central nuclear con sus chimeneas como cañones. Y en un costado cualquiera, la mínima casa negra pintada con alquitrán. Ningún cerco la separaba de la calle. Era una construcción sombría en medio de un desierto.
Al acercarnos, todo se transformó. El piso de piedritas planas crujía con cada paso y de pronto el suelo se animó con docenas de diseños geométricos. Eran dibujos en la tierra, delicados montículos hechos con piezas de hierro y maderas robadas al mar. Flores y plantas amantes de la sal crecían en un suelo aparentemente estéril. Parecía un trabajo de siglos diseñado por algún exquisito extraterrestre. El jardín incorporaba a esa extraña llanura al mar, incluso a la central nuclear. Luciano y yo nos miramos, mudos de emoción. De pronto la cabaña, y Derek mismo adquirieron para nosotros una cualidad épica.
Entonces recordé la película The Garden, filmada completamente en ese paisaje, y reconocí por primera vez la influencia de Jarman. Este jardín había sido su fuente de inspiración, el espacio creativo para su arte, sus escritos y películas. Un lugar de resistencia y de belleza.
Poco después leí su libro Naturaleza Moderna, el diario de la construcción de ese jardín. Editado por Caja Negra, pone en contexto su vida y su obra: su activismo queer (odiaba la palabra gay), su proceso creativo, y el progreso de su enfermedad. La idea de construir ese jardín “antinatural”, ese “edén cultivado en el desierto” se oponía a la concepción esencialista de la naturaleza. Un jardín cultivado no es natural. También era la crónica de su lucha frente a las condiciones más adversas. De pronto, entendí cómo la vida y la obra de todo artista son inseparables. Jarman me mostraba la belleza en medio del desierto.
Poco tiempo después publiqué mi libro de cuentos. Se llama Una flor en el jardín del mal, en el que relato esa experiencia transformadora.
Daniel Böhm es un narrador y artista audiovisual que explora la poética del movimiento y la conciencia psicológica en sus trabajos. Sus películas han sido premiadas en festivales internacionales como los de Chicago y Joseph Papp en Nueva York, y una retrospectiva de su obra se presentó en la Slought Foundation de Philadelphia. Además de su carrera artística, es médico psicoanalista. Ha dirigido videos para artistas como Gustavo Ceratti, Hilda Lizarazu, La Portuaria, David Byrne y Fabiana Cantilo, y también fue co-creador del programa El Rayo en los años '90. Recientemente, ha publicado su segundo libro de ficción, Una flor en el jardín del mal, editado por Cienvolando.