A comienzos de los años 90 una película parecía resumir la frustración acumulada durante una década de cambios socioeconómicos y culturales en los Estados Unidos. Un día de furia se tituló aquella epopeya de un yuppie despedido y divorciado que descargaba su bronca contra el mostrador de un autoservicio coreano en una ruta de Los Ángeles. El director era el poco dotado Joel Schumacher, y pese a que su película se pensaba más como ejercicio de acción que como reflexión existencial sobre la condición moderna, supo recoger las desigualdades de la era Reagan como caldo de cultivo para esa jornada de rebelión. Los enemigos eran los inmigrantes y los pandilleros, ciudadanos indeseables para el discurso que había dominado en un tiempo de ajustes y conservadurismos. Michael Douglas, con su camisa impecable y su aire ejecutivo, blandía un bate de béisbol contra aquel sistema que le había prometido el éxito y lo había dejado sin nada.
El presente parece traer renovadas angustias y frustraciones en aquella tierra prometida. Y la ciudad de Los Ángeles es nuevamente el epicentro de un nuevo día de furia. Beef –Bronca en la traducción local-, la serie de Netflix creada por Lee Sung Jin (Undone, Dave), comienza con una queja. “Siempre hay un problema”, masculla para sus adentros Danny Cho (Steven Yeun). El “problema” es la insistente objeción del cajero de un hipermercado para tramitarle el cambio de una compra, y el resultado, bufidos y malhumor frente al volante de su camioneta en el atestado estacionamiento del lugar. Lo que podría ser apenas un contratiempo resulta el preámbulo de un enfrentamiento con el conductor de un auto de lujo, quien toca bocina y profiere gestos obscenos como perfecto disparador de la furia. Lo que sigue es una alocada persecución por la ciudad, filmada por algún transeúnte para convertirla en la curiosidad diaria de las redes sociales, y el inicio de un odio que resulta el nuevo combustible de su existencia, aquella en la que el peor sentimiento es mejor que el vacío.
La lógica que asume Beef funciona a dos bandas: los dos conductores que blanden sus carrocerías en el estacionamiento no solo son exponentes de las dos caras de Los Ángeles, sino dos perfectos emergentes de los nuevos aires del capitalismo. Si Danny intenta juntar dinero para traer de nuevo a sus padres desde Corea mientras su pequeña empresa de mantenimiento naufraga en la desgracia financiera, la conductora del Mercedes SUV no goza de un mejor pronóstico. Amy Lau (Ali Wong) es una exitosa emprendedora que está a punto de vender su negocio de plantas para liberarse de las presiones y la apariencia. Su bronca se gesta en la creciente explotación a la que se somete, cultivando un tren de vida lleno de falsas sonrisas y colores pasteles. Agobiada por las reuniones y la hipocresía que la rodea, apenas se libera acariciando un arma automática a espaldas de su marido como si fuera su mejor amante. La escalada de odio con Danny será el terreno fértil para canalizar aquellos sentimientos que su prolija existencia le exige guardar bajo la alfombra.
Uno de los grandes méritos de la serie consiste en el tono que propone, ajeno a cualquier intento de trascendencia a la hora de presentar un retrato despiadado de la vida contemporánea. Desde el prisma de la sátira, Lee Sung Jin se convierte en un astuto observador de un escenario signado por las microviolencias, la precariedad laboral y el peso de las nuevas tecnologías en la vida social. La búsqueda de dinero es el motor constante para Danny, quien intenta reparar una estafa de la que su primo fue responsable mientras su hermano persigue la emancipación en el mundo de las criptomonedas. Frente a la disgregación de lo que queda de su familia y de su identidad coreana, se debate entre el suicidio y la epifanía religiosa. Mientras tanto, para Amy el mismo dinero es el paraguas que contiene su vida doméstica y el pasaporte que le permite compartir agasajos con la futura compradora de su negocio en la perfecta trampa aspiracional de su carrera. A uno y otro lado del espectro, en el descolorido motel en el que habita Danny y en la coqueta residencia de Calabasas de Amy, flotan el racismo y los desprecios que ambos absorben y redirigen el uno al otro como espejo inevitable de su estallido inminente.
Quizás fue Joseph Conrad quien mejor evaluó el peso de lo insignificante en la escalada de odio que asedia al alma humana. En su breve relato El duelo, dos húsares de la armada napoleónica llevan al extremo su absurdo enfrentamiento personal como el alimento perfecto de una honra en crisis. El tiempo de la gloria y el honor, consagrado en los míticos duelos de los oficiales de la Gran Armada, se erosiona a la vista de la inminente Restauración. Si nada tiene sentido, ni la campaña de Bonaparte por Europa ni los golpes asestados a la nobleza, por lo menos esos dos tercos soldados validarán su uniforme luchando en un duelo interminable. En el siglo XXI las espadas y los caballos son reemplazados por armas más mundanas pero más hirientes: el orín en un baño recién pintado o la mala reseña a un trabajo de plomería. Todo vale en una guerra despiadada por descargar sobre el otro esa furia contra el mundo que no tiene otro destinatario.
La pregunta que se hace Beef, y que quizás se hacía el propio Conrad en los albores del siglo XIX, es la siguiente: ¿Cómo definir aquello que consideramos significativo para la propia existencia? ¿Un mero cruce en un estacionamiento, un insulto a destiempo o un gesto obsceno tienen el peso suficiente para disparar un conflicto de proporciones bíblicas? Quizás tampoco lo tenía la ofensa que enfrenta a D’Hubert y Feraud hasta la definitiva caída de Napoleón en Waterloo. Pero, como en aquella ocasión, la bronca que lleva a Danny y Amy a cometer actos desproporcionados no tenga mejor razón que ser el termómetro de una época. Lo que parecía perderse entonces era un sentido del honor arcaico, que Napoleón había llevado al extremo en su gesta imperial. Tras el fracaso sólo quedaba la desilusión y el arribismo de la Restauración borbónica. En el presente, la pérdida quizás sea más grave en tanto lo que define a la existencia ya no tiene claridad. ¿Qué es lo que busca Dany? ¿Un éxito económico que garantice el sueño que perdieron sus padres? ¿Y Amy? ¿Vender su empresa a cambio de una vida familiar como la que ha sacrificado para hacerse millonaria?
Beef parodia la locura contemporánea sin perder el eje: el creciente vacío en el que la existencia humana ha perdido sus firmes contornos. En tanto el enemigo invisible puede ser el sistema en el que todos funcionan sin poder escapar, el blanco concreto es otro de los sufridos contendientes de la escena cotidiana. Amy y Dany alternan sus roles de víctima y victimario, imaginan sus venganzas perfectas, deambulan en un estado de euforia que encubre la alienación. Y esa extraña folie a deux que los posee no deja de ser la mejor estrategia para su supervivencia.