“Sé que ahí no está, pero lo siento más cerca cuando voy al cementerio”, dirá después mi abuela, en un departamento a pocas cuadras de la Recoleta, mientras trate de digerir, a la vez, una galletita y la muerte del que fue su compañero por más de 65 años. Pero ahora estamos en el cementerio recoleto, en una tumba gastada por los años y con conveniente techo revestido en membrana, y la escritora Mariana Enríquez cuenta cómo le sobrevino la necesidad de escribir el libro que publicó en 2014, Alguien camina sobre tu tumba, una combinación de crónicas de viaje en las que alumbra aquello que, más allá del morbo, Occidente prefiere hacer a un lado: la muerte y los muertos.
Por eso no es casual que los cementerios estén fuera de las ciudades: incluso Chacarita, Recoleta y Flores eran periferia al momento de ser erigidos. La visita a este sitio amurallado es parte de las actividades a las que los seleccionados de la Bienal porteña accedieron a modo de inyección creativa: las necrópolis son usinas de morbo y literatura. Y también de miedos.
La fobia o el temor a la muerte es de las más comunes y recurrentes, según estudios y especialistas de todo el mundo –occidental–, pero casi no se habla, es un tabú. Hay una vida entera de distancia entre la vida y la muerte. El cronista italiano Tiziano Terzani decía, en El fin es mi principio, que no temía a ella porque suponía un viaje y amaba viajar; pero así también el psicólogo vienés Josef Breuer, precursor de Sigmund Freud, marcó que la vida es un chispazo entre dos oscuridades –antes de nacer y después de morir– y que si no pensábamos en una tampoco debíamos pensar en la otra.
Hay otro modo –oriental– de existir y sobrellevar la convivencia con ese potencial que es la muerte. En India, por caso, hay templos y piras funerarias en algunas calles –no es que anden quemando cadáveres en cualquier esquina– y su idea de muerte es otra: la celebran como umbral hacia el descanso eterno o la ven como otra reencarnación, en el peor caso. Asumen que es parte de la vida e incluso su vínculo con el cuerpo cambia: de ahí la cremación para liberar el espíritu.
No es casual que no haya cementerios hindúes en India: son musulmanes y cristianos, y hay alguno judío, minúsculo. Aun así son diferentes y están dentro de las ciudades: el de Thiruvananthapuram, capital de Kerala (estado comunista de 34 millones de habitantes en el sudeste) es cristiano y está inserto en una plazoleta sin muros de no más de 300 metros cuadrados, ubicada entre dos estadios para 25 y 20 mil personas: el de la Policía y el de la Universidad, a cuadras del Secretariado.
Cada sociedad toma la muerte cómo puede y de ahí ve cómo maneja a sus muertos, le diré a mi abuela horas más tarde, ya en su departamento. “Sí –me responderá–, pero yo lo extraño mucho al abuelo.”