Últimamente ando con problemas de sintaxis, Vicente. Se me da vuelta el sentido de las palabras y los predicados son idénticos a partes policiales. Hay que memorizar de nuevo las historias: eso de que los ricos no piden permiso. Todo el día, Vicente, me aturden esas ideas inservibles y se organiza un concurso de fonemas inconexos que murmuran idiomas incomprensibles y se ríen y excretan onomatopeyas babeadas y llenas de mierda. Es de locos, son voces que parecen sacadas de un agujero. Como la voz del Mortal Kombat. A las palabras le salen vellosidades ridículas que al pasarle la mano se vuelan: voy a tener que cerrar los libros y dejar de consultar noticias detrás de los tapiales, Vicente, tenés razón. En este momento, cualquier eco es erróneo: el sermón pastoral sale por cadena nacional y a cada nombre le corresponde un dígito, y a cada dígito, un orden y un diccionario. Viste que la caligrafía es siempre prolija y eso me da nostalgia de letras deformes y estiradas, con garras y jorobas y matices. Estoy hasta el cogote de Pepsi, de McDonald's, de Pinamar, del viento del verano, de las ofertas imperdibles, del día del padre. Parece que mañana no hará falta quién escriba, Vicente, y parece que lo haremos convencidos.

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Me decía: somos como niños que maquinan su aventura. Si jugamos no importa el quizá. El miedo es una palabra de ellos, a nosotros la vida nos espera. Pero era mucho: parecía mucho para nosotros. Me insistía: mirá los árboles floridos y mirá la sombra como sigue y se entrevera, es como encontrarse, otra vez, los frutos de jacaranda como sapos aplastados con la boca abierta. Hagamos Ta Te Ti para elegir. Tomémoslo como si fuera El juego de la vida. Pero sube, Vicente, vos también ves que sube el tizne negro en la ventana y están todos los santos desvestidos: plúmbeos, estrábicos, desanimalizados, negadores de adjetivos. No son nada, Vicente: capa de arsénico, manchón en la yerba quemada, hilo de sangre en las manos, ronquido de viejo, agua filtrada. Y sigue la muñeca en la pileta, es un oasis gris aleación. En la terraza flota, boca abajo, despeinada, la cabeza grande inflamada, hasta los brazos de plástico hinchados por el sol y los agarrones. Fue una Barbie hermosa, le hicieron creer. Ahora, con los dedos abiertos la mano va y viene sobre el agua. La tapan los tanques de combustible oxidados y un montón de fierros, el armazón de una ventana abandonada y una sombrilla destartalada que una vez buscó el sol y ahí quedó, también abandonada en un rincón. No está muerta todavía y mira fijo, ojos abultados, de coral, de fondo celeste. ¿Son rojas las manos manchadas de sangre negra? No sé, Vicente, decime vos.

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Eran un grupo de treinta, aproximadamente. En su mayoría, de zona sur: barrio Acindar, Villa Manuelita, Tablada. Los mayores tenían doce años. El más chico, siete. No había conducción: operaban como una nube de camoatíes. A veces unos asediaban, otros vigilaban, otros hacían distracción pidiendo monedas o vendiendo pañuelitos, otros jugaban a la popa en las proximidades, vigilando. Nadie creyó que podían manejarse solos. Conjeturaron que se trataba de enanos disfrazados o que eran mandaderos de criminales adultos. Aterraron la ciudad durante un año y medio. Nunca asestaron un golpe letal ni empuñaron un arma: se limitaban a acosar endiabladamente a su objetivo, saltaban y gritaban alrededor, hacían muecas aterradoras, daban alaridos escalofriantes. Eran embestidas relámpago, sin dar tiempo a la reacción de la víctima o la guardia urbana o los policías de Acción Táctica. Generalmente caían sobre viejos débiles e indefensos. También mujeres solas u varones despistados, que hablaban por celular o contaban billetes con impunidad. Se aprovechaban de una señora que subía parsimoniosamente la escalera del cajero automático, la apuraban con rugidos, la atosigaban con ironías y grititos intimidatorios. Hubo quebraduras, contusiones, lesiones más o menos atendibles, pero ninguna muerte, me aclarás. Vicente: no se los veía por las calles más que cuando estaban a punto de cometer una de sus travesuras, no me vengas con el Petiso Orejudo y ese pasado. Cuando no actuaban, nadie sabía dónde permanecían. Hubo sospechas de guaridas y aguantaderos, cuevas construidas en terrenos baldíos, sótanos imprevisibles en casillas astrosas. Las teorías sobre túmulos inhallables eran acompañadas por versiones sobre la condición animal de los niños, que poseerían aspecto similar al humano y se alimentaban con desperdicios y dormían amontonados unos sobre otros. Los investigadores jamás pudieron dar con el paradero de los integrantes. Por algo nadie está tranquilo, Vicente, ni puede decir, ahora, nosotros. Más temprano: la guerra se desató. Las fronteras tienen nombre de calles, ahí están los gendarmes, ¿los ves?, las armas son para avisar. Se hizo cuerpo a cuerpo y casi no hay bandos definidos. Escuchá cómo gritan, Vicente: ¡desalojen las calles! ¡descallen!, ¡acallen! Ayer fue su cumpleaños: para festejar lo descorcharon a balazos. No tenía pedido de captura ni causa abierta. Lo venían siguiendo por las dudas. En el bolsillo llevaba unos gramos envueltos en papel glasé. Iba en moto por una calle de tierra, donde quedó tirado. La sangre se absorbió rápido y las cámaras filmaron y en el diario salió una crónica detallada: a los pibes hay que cuidarlos -decía‑. Más policías que patrullen, más licencias para abrir fuego. Y ahora nace un muerto sin nombre. Muerto a balazos, olvidable. Plasma de barro, insalubre. Uno de esos muertitos sanitarios, Vicente, ahora nace.

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Vos le pedís que sepa navegar en el solsticio unos mares de acuarelas. Sobre las mejillas, sí, que perciba cómo flota cálida en la vertiente de las cejas, en el Paraná insorteable del decir. ¿No es prodigio navegar sola, siempre verde pasajera que rencamina los días, uno tras otro, los hace definitivamente desiguales? Me preguntás a mí y yo no sé qué contestarte. Y me retrucás conque sepa derretir las figuras sólidas, matriz de una verdad, sinónimo de lo definitivo, que sepa, nada más, que sea su acrobacia, su amplitud, su planeo. Y a mí ella me dijo que le llovían abuelas debajo de la cama a las dos o las dos y media de la mañana y después la agarró de la nariz, la llevó, la terció, la columpió, hizo lo posible por curvarla, le tapó las fosas con algodones, la tumbó, la trepó, la zarandeó y escupió salvas, cenas, canutos. Como cláusula de un 25 de agosto, me dijo, para los que sean hijo de pájaro, huevo de ñandú o tengan alas de tela y leñas en los párpados. A quien abra las puertas de la noche y nos espere con los vasos fríos y una sílaba y lámparas pegadas al piso, ella me dijo. Y con la boca llena, Vicente, empezás a recitar como una plegaria: muerte instantánea calma avestruz irreverente saltarín en el forraje muerte de gotas duras púrpuras muerte ala temida opaco luzbel inanimado ganglios fértiles marmolados experiencia viva irrigada con un jadeo la lluvia que baña la piedra y hace cristal puño mojado y hace también la sal del universo unos se rindieron temidos velaron su ofensiva negaron y lloraron soltaron a los zorros persiguieron a los cangrejos y no supieron amarla saborear su pan estudiaron su técnica precisa su peligro rogaron lo imposible insana enemiga muerte febril nunca amaestrada muerte generosa maga fanática de artificios de inútil materia hace vida lo que es bife y chancro inventa ojos y capuchas desconfía bestia degradante la muerte y sus indicios solitaria sed fisonomías innúmeras con esos ojos que le creó la muerte enferma muerte de otros perdonadora que exige crueldad tentadora siempre ley culpa error muerte. 

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Siempre pasa lo mismo: hay que esperar que llegue/ que venga/ que asome/ que suceda/ que se derrame tibio en la boca y llegue a la garganta y ocupe el cuerpo, como en invasión, sí, pero también como seducción lenta. Así con los tejidos o las glándulas o las partes blandas y absorbentes, oscuras, pero notorias o notables. No sabemos si hay algo para salvar/ rescatar/ volver a tomar/ algo que esperar, tampoco/ pero esperamos. Vimos a las mejores mentes de nuestra generación destruidas por la universidad, Vicente. Pensás: eso es un licuado de Ginsberg y Mark Twain. No, Bernard Shaw. Es lo mismo: todos yanquis. Shaw era irlandés. Lo mismo: hablaba en inglés. Lo cierto es que quedaron todos arruinados. Por acá ya pasó el futuro, te das cuenta, y les dejó marcas en la cara a los chicos. En la piel de los viejos dejó horrores acuartelados. En el salario de los trabajadores, en la ternura de los mediocres y en la fe del policía, montó guardia. En la tribuna del fiscal se escabulló. Dejó el deseo devaluado, Letras del Tesoro diferidas y abolladuras en la vista de los gorriones. Ortigas en los dedos y agentes del Mossad en los estudios de televisión. Posta, los dejó. Y pólvora en los oídos, hemorragias en el pavimento. Y catapultó todos los amores insolentes. Hasta la ocurrencia indiscreta fue llevada a juicio y se penó el vicio justo de quererse. Quemaron torres de pañales descartables y cunitas. Repartieron alfileres de gancho con el número de CBU. Premiaron al adulador y al vende humo, Vicente, vos lo sabés: un futuro viejo y demorado sacudió la tierra y pasó topadoras y apuró a las vidas que no tienen. Con valores de mercado ganó fortunas y deshilvanó todos los sueños, cada uno y uno, los subastó en góndolas online. Empaquetó cada expectativa y se fue como vino, siendo pasado. Nos dejó como existimos, Vicente, no sé si tímidos o desesperados.