No se usaba la palabra draguear. Alejandro Tortonese ni siquiera está seguro de que por ese entonces existiera un verbo para eso que hacía junto a Batato Barea y Alejandro Urdapilleta en el sótano mítico del Parakultural. La cosa, cada semana, funcionaba más o menos así: Batato llamaba a sus coequipers el mismo día de la función, les sugería algún plan y, con eso en mente, Tortonese y Urdapilleta elegían los mejores atuendos para la propuesta de la noche. Los atuendos eran, casi siempre, femeninos. La falta de una palabra para nombrar eso que les divertía hacer –ir juntando ropa de mujer que encontraban por ahí, probársela, recitar poemas de Marosa di Giorgio, Alfonsina Storni y otras poetas favoritas enfundados en esas prendas– era congruente con la falta de método que caracterizaba al trío. No había ninguna voluntad de establecer reglas programáticas ni de conceptualizar el proyecto que estaban llevando adelante: el propósito de cada función, dice Tortonese, era probar cosas nuevas, “probar y probar” siempre que se pudiera. Y siempre se podía.

Pero, ¿de dónde salían esas mujeres que llevaba Tortonese al escenario? O mejor dicho, ¿a qué otras mujeres se parecían? Ninguna estaba, dice ahora, basada en alguna señora real, de carne y hueso: “No sé ni siquiera si a muchas de ellas hay que llamarlas personajes. Para mí eran más bien como criaturas inventadas para poder ir diciendo. El origen siempre era el texto, una palabra, quizá alguna imagen. A partir de eso se armaba el resto”.

No puede explicar dónde ni cuándo exactamente surgió su berretín con los personajes femeninos, pero Tortonese tiene algunas hipótesis. Podrían haber sido varones los que recitaban poesía en el Parakultural, pero los varones no tienen tantos colores, ni hacen tantas cosas con su pelo –el suyo, no olvidemos, era largo, larguísimo–. Tampoco usan tantos accesorios. En definitiva, los varones tienen mucha menos teatralidad.

Pasaron casi cuarenta años desde que Tortonese empezó a componer mujeres, animado por las palabras de Alfonsina, de Marosa y de otras poetisas, como le gusta llamarlas en un gesto un poco anticuado. A punto de cumplir cuatro décadas, entonces, de ese vínculo de profundo diálogo creativo con el sexo opuesto, todavía sigue alimentando su amor por las criaturas femeninas. Por estos días, el amor se actualiza cada martes con Vassa, la obra dirigida por Felicitas Kamien que protagoniza desde el año pasado y que agota localidades en la sala grande del Metropolitan.

VAYA CON VASSA

Menos conocida que sus obras Los bajos fondos y Los pequeñoburgueses, Vassa Zheleznova fue escrita por Máximo Gorki en 1910. A Gorki le interesaba diseccionar la burguesía de la Rusia zarista. Con ese objetivo en mente, se valió de la familia nuclear, que siempre dio tanta tela para cortar en el teatro a la hora de hacer críticas sociales. La primera versión de esta obra es el retrato de un clan de comerciantes ricos y decadentes que, ante el inminente procesamiento del padre tiene que organizarse para conservar sus riquezas. Vassa, la mujer del procesado, asume el control de la casa y los negocios, pero ese control se va debilitando a medida que el relato avanza, no solo por los sucesos que se van desencadenando sino por las extremas decisiones que toma.

En 1935, casi dos décadas después de consumada la revolución rusa, Gorki reescribió la obra por completo pero mantuvo a su protagonista y muchos de sus rasgos de carácter: Vassa, una mujer fuerte y mal llevada que tiene muchos puntos de contacto con Bernarda Alba, es una matriarca empeñada en mantener a cualquier costo el mundo que se desmorona a su alrededor. En la adaptación argentina a cargo de la directora y de Walter Jakob y Agustín Mendilaharzu, los paisajes rusos se convierten en los de una Buenos Aires distópica y en crisis, que podría ser la de 2001, la actual o la de un futuro cercano. Con el trasfondo de un país cayéndose a pedazos, los hijos de una familia de clase media alta en franca decadencia se reúnen en el hogar de su crianza para despedirse de su padre, que está a punto de morir. Por supuesto, el gran conflicto que termina por enemistar a Vassa con los tres descendientes -a quienes ella, con cierta razón, considera unos inútiles absolutos- es el dinero. Convencida de que ninguno de los tres merece heredar nada de lo que ha producido el padre, Vassa trama un plan para hacerse de todos los terrenos, cuentas e inmuebles de su marido. Mientras tanto, los hijos también traman lo suyo a espaldas de la madre: pretenden vender varios inmuebles a un empresario millonario para hacerse de liquidez lo más rápido posible puesto que trabajar no es el fuerte de ninguna de ellos. Mientras tanto, la gran preocupación de cada quien es llevar adelante las negociaciones necesarias para poder cumplir con sus respectivos propósitos y mantener vivo el cuerpo del padre hasta que las gestiones estén hechas.

En términos dramatúrgicos, una de las grandes virtudes de esta Vassa argentina es que construye la trama sin caer en maniqueísmos ni en lógicas de buenos contra malos; puestos a elegir, podríamos decir que todos son más bien lo segundo. Cada miembro del clan intenta sacar a su manera tajada de una riqueza que no generó y el pacto familiar está completamente quebrado: engañar, ocultar o usar sedantes para dormir a un familiar con tal de quedarse con la plata no resulta una opción del todo condenable para los personajes. Otro gran acierto fue situar la historia en un contexto de crisis y poner a circular el folclore de las clases medias argentinas en torno a la plata: los personajes se la pasan hablando de bonos, de comprar dólares, de negocios potenciales y fallidos. Como siempre que asoma la crisis, el dinero (o su falta) parece ser el único tema realmente importante para todos.

El vínculo entre Vassa y el resto del clan -que además de los tres hijos completan las parejas de dos de ellos, la empleada y un ayudante de la casa- es el corazón de la trama y el que permite lucirse a todos los actores, especialmente al hiperexpresivo protagonista. Sus ojos, que se abren bien grandes, transmiten sorpresa hasta las últimas filas del teatro; sus movimientos corporales resultan magnéticos cuando su criatura cae rendida por los efectos de la medicación que le han dado a escondidas, sus esfuerzos por esconder el estado de cólera y sus estallidos, cuando ya no puede disimular más el enojo generan un poderoso efecto, entre la risa y lo intimidante: todas las escenas son muy generosas con el protagonista y le permiten desplegar su arsenal completo de gracias.

FOTO DE NORA LEZANO

EL PALACIO DE LA RISA

“Yo creo que disfruto tanto a Vassa por esa subjetividad enrevesada que tiene”, dice Tortonese de su personaje. “Llega un momento en que ya no le importa nada, ningún dato objetivo: todo está teñido por su mirada totalmente afectada sobre las cosas, y busca sacarse de encima hasta a las personas que más quiere”. Tortonese dice que esta es, sin dudas, la mujer más brava de todas las que inventó alguna vez. Ni la versión de La voz humana, de Jean Cocteau, cuya adquisición del texto gestionó él mismo porque se moría por interpretar a esa mujer desesperada ante la pérdida del amor, ni su Elvira del Río en Las estrellas nunca mueren, que estrenó en el Paseo La Plaza junto al actor español Eusebio Poncela. Ni siquiera las muchísimas mujeres que compuso junto a Antonio Gasalla cuando, ya entrados los noventa, descubrió que eso que hacía también podían ser llevado a la televisión y franqueó las barreras del under. Esta mención, quizá, merezca un párrafo aparte: Gasalla había conocido a Urdapilleta y a Tortonese a través de Batato, de hecho los tres le habían hecho una entrevista en el Parakultural, en una suerte de sección por la que también habían pasado muchos otros personajes de la época como Fito y Charly y que solía hacerse bien entrada la madrugada, tipo tres o cuatro de la mañana. Tiempo después de la muerte de Batato, Gasalla convocó al dúo para algunos sketches de la nueva temporada de su proyecto televisivo. Urdapilleta y Tortonese no dudaron un segundo en sumarse a El palacio de la risa, un programa de humor cuya producción hoy sería impensable. Las escenas breves -con actores que cambiaban entre bloque y bloque pero se repetían de programa a programa, decenas de cambios de vestuario, maquillaje, pelucas- se sucedían una detrás de la otra, muchas de ellas ensayadas y otras, como la de la dupla del Parakultural, mayormente improvisadas. Gasalla comandaba la locomotora creativa, secundado por un elenco increíble que incluía, además de a los ya mencionados Urdapilleta y Tortonese, a Verónica Llinás, Roberto Carnaghi y Norma Pons, entre muchos otros. Los personajes de Tortonese eran un montón, y es difícil hacer un conteo minucioso (ni siquiera él recuerda con exactitud cuántos fueron, porque muchos de ellos tuvieron una sola aparición). Aunque un par de horas en YouTube permiten hacer un repaso de unos cuantos y armar el mapa: la paciente psicoanalítica, la empleada de limpieza de baños, Mimicha. La lista sigue.

También hubo criaturas televisivas de más largo aliento, a las que el público iba conociendo un poco mejor semana a semana. Una de ellas fue la diputada Gasconcha. En 2004, en un país recomponiéndose de la abulia política más poderosa de las últimas décadas y con el que se vayan todos aún sobrevolando, Tortonese llegó al living de Susana Giménez como la política procaz que parecía ser una melange perfecta de María Julia Alsogaray y otros personajes faranduleros de los noventa, aunque tenía otras cuantas inspiraciones. Como quien no quiere la cosa, su juego drag devino humor explícitamente político. Cuando el productor Luis Cella lo llamó para contarle que Susana tenía ganas de armar algo con él, Tortonese se puso a pensar qué podía hacer pero sobre todo, de qué le daban ganas. No todos los días te ofrecen cinco minutos semanales en uno de los programas más vistos del país, había que poder disfrutarlo. En un rincón de su casa, arrumbada, encontró la idea que estaba buscando: “Un tiempo antes de esa charla con Luis, yo había hecho una nota, ya ni me acuerdo para qué revista, y para las fotos me había comprado unas tetas enormes de plástico. Me las volví a probar ese mismo día y ahí se me vino a la cabeza esa mujer, diputada de día y puta de noche, que iba del Congreso a ver a sus clientes. Los argentinos estábamos con el todo mal, todo mal muy a flor de piel, yo encontré esa forma de reírme del cansancio que teníamos por la corrupción”. Cuando presentó la propuesta -algo insolente para el horario central de Telefé, el canal familiar por excelencia- nadie le dijo que no. Su desprejuicio, una vez más, era recompensado.

Esa absoluta falta de neurosis para habitar diversas escenas siendo siempre el mismo fue la que ayudó a Tortonese a ir de acá para allá en su carrera, del teatro off a los programas en horario central, de la actuación en espacios cargados de mística outsider a compartir chimentos junto a Mariana Fabbiani en el Resumen de los medios y El diario de Mariana o en los sucesivos programas de radio que compartió con la Negra Vernaci durante décadas. En un convocante ritual semanal, Tortonese se zambullía en las revistas de papel finito, las más vendidas y las más vapuleadas del mercado, para compartir con los oyentes y/o televidentes las noticias de la farándula vernácula: quién es el nuevo novio de Luciana Salazar, cómo le sientan los kilitos de más al Ogro Fabbiani, la decisión de Tinelli de festejar su cumpleaños un día de semana. Aún sin ningún vestuario, vestido de jean y camisa de varón, podría pensarse que Tortonese usaba la sección para seguir ensayando uno de los papeles que mejor le sientan, el de Doña Rosa. Y lo hacía con el mismo desparpajo con el que se calzaba la gorra hecha de preservativos inflados para subirse a recitar poesía en el Parakultural, sin mucho peso puesto en el hecho de que entre una instancia y otra hay un mar de distancia en lo que respecta al público y sus posibilidades de recepción. incluso sabiendo que ese desprejuiciado ir y venir entre circuitos muy distintos, el humor heredado del mundo queer aplicado a ambientes farándula-friendly podía generar suspicacias entre colegas. “Ahora se juzga masivamente a través de las redes. Antes no existía eso, pero sí tenías a tus pares pensando cosas, diciendo uh, este se vendió”.

¿Te pesó eso en algún momento?

-Yo tuve mucha suerte: a lo largo de mi carrera encontré gente divina, talentosa, con la que pude formarme de una manera muy libre. Gente que me invitó a la tele o a otros espacios de visibilidad diciéndome siempre “vení a hacer lo que vos quieras”. Eso no es lo más común, no es lo que le pasa a la mayoría. Y de verdad siempre hice lo que me daban ganas genuinas de hacer, probar cosas. Hoy me parece que hay demasiada gente en la televisión que está ahí solo porque le interesa que la vean, sin saber muy bien para qué, qué quiere hacer con eso. Si vos querés que te vean para hacer otras cosas después, está buenísimo, pero ser famoso por ser famoso, no sé, dura un pedo, es un momento, y la caída después es dolorosa. También fui diciendo que no, muchas veces. A veces lo vivía con angustia, pero casi siempre me di cuenta después de que haber dicho que no estuvo bien.

FOTO DE NORA LEZANO

MADURAR LA DECISIÓN

Ahora que está por cumplir sesenta y comienza a sentirse “más grande”, Tortonese piensa que esa capacidad para sentarse a pensar todo lo necesario antes de decir que sí combinada con un aceitado ejercicio del no le juegan a favor como nunca antes. Elige cada proyecto a conciencia. Así fue con Vassa: cuando le llegó la oferta de Eva Halac, la directora del Teatro Regio, se inclinó casi enseguida a confirmar su participación, pero pidió unas cuantas semanas para madurar la decisión. Aceptó cuando estuvo realmente convencido de que iba a poder hacerlo con ganas. “Te digo la verdad: cuando me llaman del Regio, tengo un impulso casi inmediato por el sí. Después leo la obra. Si no me gusta, obvio, chau. Pero el Regio es un teatro en el que me siento cómodo y además me queda muy cerca de casa. La movida de ir al centro muchas veces por semana te cansa. Yo trabajé muchos años de miércoles a domingo, en el Broadway, en el Paseo La Plaza, en el Maipo, no es que no lo haya hecho, pero creo que ahora no estoy para eso”. Dos motivos lo terminaron convenciendo: el personaje que tenía entre manos era muy potente y, a pesar del cansancio profundo que venía sintiendo hacía un tiempo, creía que haciendo teatro todavía podía encontrar algo que le podía hacer bien. Poncela, con quien Tortonese se hizo muy amigo después de trabajar junto a él, se lo había dicho hacía poco mientras hablaban de la sensación de agobio que les había dejado la pandemia: “Humberto, hacé teatro. El teatro te saca, te hace largar todo”. La temporada en el Regio fue tan exitosa que seguir con la obra se caía de maduro. Desde marzo, Tortonese y elenco hacen Vassa en el centro. Eso sí: solo una vez por semana.

“Durante muchísimos años trabajé de lunes a lunes, iba de acá para allá, hacía de todo. Pero bueno, estaba enfocado en aprender, en sacarle el juego a las oportunidades, en comprar una casa, en armarme. Pero ahora me merezco un poco de calma, tener tiempo de reflexionar, de ver qué viene. Me interesaba tomarme tiempo para disfrutar más del trabajo. Y también de la vida. Hay gente para la que el trabajo pasa a ser la vida entera. Y no sé, no me interesa eso, me parece que quedás muy solo. El presente son muchas cosas”.

Este nuevo Tortonese, tan consciente de custodiar su presente, entiende que parte de ese cuidado tiene que ver con no estar reviviendo glorias del pasado todo el tiempo. “¿Sabés que creo? Que ya no disfruto de ese rol de ‘portador de la memoria’. Me encanta hablar de Batato, de Alejandro, disfruto de hacerlo si sale el tema en una nota, me gusta recordar cosas con mis amigos. Pero cuando me llaman, qué se yo, por un proyecto documental o una investigación sobre el Parakultural y me piden que cuente cómo hacíamos tal cosa o tal otra, no sé, no me da, no puedo. Fue una energía muy fuerte, lo vivimos intensamente, fue increíble haberlo podido hacer. Y bueno, quedé yo. Ojo, ¡también quedaron muchos otros! Lo que digo es que no me interesa tanto la responsabilidad de contar con lujo de detalles cómo hacíamos cada cosa. No soy el portador de la memoria, solo soy el que fue sorteando las banderitas y llegó hasta el final”.


Vassa se presenta los martes en el Metropolitan, Av. Corrientes 1343. A las 20.30.