“Cuando empecé mis milongas eran más intuitivas”, rememora Omar Viola. A su alrededor, un par de asistentes que lo ayudan cada martes y viernes en el mítico Marabú van de un lado a otro ordenando sillas y marcando las mesas reservadas, que son muchas. Verlo en la tradicional boite de Maipú 365 es extraño: hasta diciembre era uno de los baluartes del emblemático Salón Canning, hasta que los dueños del boliche palermitano decidieron que ya estaba bien de milongas. Habían lentamente alejado a las otras que funcionaban en el mismo espacio y aunque Viola resistió cuanto pudo las cambiantes condiciones que le exigían, finalmente cortaron el espacio. Decenas de milongueros de distintas edades se acercaron a despedirse no sólo del Parakultural, sino del espacio mismo y a la semana siguiente Omar, figura de la renovación contracultural porteña del ’80, ya estaba recibiendo bailarines en pleno centro.
El cambio le sienta bien. Cuando recorre en el recuerdo cada lugar por el que pasó, cada aprendizaje de los años, se entiende que no le inquietara mudarse de boliche, aún yendo de una punta de la Capital a la otra. “Acá viene gente de todos los barrios", acota. "A Palermo iba gente exclusivamente de la milonga. Acá capaz vienen nomás están cerca. Varias veces llaman diciendo ‘estoy con 10 europeos que quieren conocer la milonga’. Y por ahí no bailan. En Canning teníamos a veces un 70 por ciento de público extranjero, pero todos bailaban. Acá vienen a conocer la milonga pero no bailan, entonces los ponemos en ese balconcito, con buena perspectiva”.
De la partida de Canning sólo extraña la pérdida de un espacio para el tango. “Ese de allá es el Chino Perico –cuenta, después lo presentará en persona-, que ya iba a las primeras milongas que se hacían ahí en los ’70, yo me metí en el ‘99 y estuve como 22 años, y me pude venir para acá porque el público me siguió, porque no es que cerramos porque no iba gente, ¡se llenaba!”
En tantas décadas organizando eventos tangueros y milongas le pasó de todo. Como ese gringo rubio que se bajó de una bicicleta y terminó siendo el mismísimo David Byrne, de Talking Heads. “Venía con un pianista y un grupo de cuatro chicas que hacían tangos, así que después las invité a tocar”, cuenta.
Ahora, ya asentado en el cambio de boliche, a Viola le interesa más hablar sobre qué significa la milonga para él. “En tiempos de pandemia tuve que reafirmar mis convicciones, mi compromiso con la milonga; yo trabajé mucho por la reapertura con protocolos, por fortalecer alguna agrupación sindical porque amo la milonga y hago cosas en consecuencia”, explica. “Más allá de lo estético y la riqueza cultural, en pandemia descubrí que la milonga es un lugar donde se cumplen derechos”, plantea. “Es un lugar donde se respeta al hombre y la mujer grande que bailan. En lo etario se cumple ese derecho, que no es fácil porque la sociedad lleva económicamente a sacar al viejo de la familia y ponerlo en algún lado. Estos lugares reciben a la gente grande y conviven con los jóvenes. Eso es cultura. Además, en la pista se cumple el derecho al juego de todo adulto, que es parte del pensar, de seguir lúcidos, porque es el juego el que soluciona cosas, ¡la obsesión sola no hace nada! Y ya el abrazo es una gran revolución”.
“Abrazarte e improvisar cuatro tangos con alguien, ese pack que viene a partir de la música y su interpretación es otro derecho humano fundamental: el de ser vos mismo. ¿Dónde sos vos mismo? En tu laburo tenés que hacer un rol, y allá otro, y más allá, otro, y en tu casa, administrar tus cuentas, tus deudas. Eso te quita libertad y en la milonga la recuperás. Cuando bailás, eso sale de vos”.
Viola destaca los enfoques terapéuticos e inclusivos que se ven en el tango de un tiempo a esta parte. “Terapia por profesionales de verdad", aclara. "Y además quien está enfermo también tiene derecho a que se lo vea, y en general se lo oculta, como si fuera vergonzante”. Y también los cambios sociales que lentamente se manifiestan en las milongas. “Todo fue evolucionando: el patriarcado sigue pero tiene sus límites, vos no podés reprimir a nadie que baile con quien quiera. Y aunque algunos espacios insisten, yo creo que deberían aggiornarse. Se los dije a un montón de esa gente porque aunque tenemos buena relación, en algunas cosas como esta no coincidimos para nada”.
“¡La rompen, boludo!”
“¿Escuchaste a esos?”, pregunta Viola, mientras enumera grupos y orquestas del circuito milonguero y hasta cuenta cómo nacieron, porque los vio crecer y a veces hasta les ofreció su primer escenario. Si algo caracteriza al Parakultural es que a muchísimas veces está más avanzado que sus propios concurrentes. Hoy muchos milongueros lo identifican con la tradición, pero Viola prende el lugar a cuanto festival renovador se le acerca y sus habitués aprendieron a convivir con eso, aunque a veces protesten. “Hacer una milonga no es poner música y ya, hay que tener una conducta, una convicción, una fe en eso”, asegura.
“Una cosa que me negaban los milongueros era poner orquestas en vivo. Decían ‘¿pero si ya tenemos a D’Arienzo grabado, para qué queremos otra cosa? ¿Cómo la orquesta va a superar eso?’ Algunos me decían ‘¿sos boludo, querés perder plata?’ Después se dieron cuenta que D’Arienzo puede ser insuperable, pero la orquesta en vivo, en su calidad, marcaba un antes y después en la misma milonga. La energía que da la música en vivo es única. Ahí también empezaron a revelarse los músicos, ¡músicos de primera!” En última instancia, también ahí se explica la pervivencia y el éxito inoxidable de Viola como organizador. “Me interesa que la milonga se mantenga, claro, pero si pasa por momentos donde no es la idealizada por uno u otro... bueno, ya nos normalizaremos. Uno de mis lemas es ‘nunca es la misma, nunca es otra’”.