El boxeo argentino vieja escuela se escribió sobre peleas, títulos y muertes trágicas. Como las del Mono Gatica en 1963, Víctor Galíndez en 1980 o Carlos Monzón en 1995, todas tras diversos accidentes de vehículos. Pero la de Oscar Natalio Bonavena le agregó un sórdido entorno spaghetti western con su litigio ante un mafioso siciliano en la puerta de un burdel al oeste de Estados Unidos.
Una promesa, una traición y el tiro final del 22 de mayo de 1976 en Reno, Nevada, casi dos meses después de que se consumara el último golpe de Estado en la Argentina. Su funeral en el Luna Park, cuatro días después, fue la primera congregación popular en Dictadura. Y uno de los sepelios más masivos hasta entonces visto, apenas por debajo de Gardel, Evita y Perón.
El legendario periodista de box Carlos Irusta conoció a Ringo bien de cerca y lo sintetizó en una frase: “Quemó la vela de los dos lados”. Vivió intensamente, murió a los 33 años, y dejó para siempre una imagen joven y extrema hasta el final. La primera figura pop argentina que fallece antes de lo biológicamente esperado.
► El provocador
Durante los '60, Ringo había protagonizado una década inolvidable en la que supo construir un personaje inédito para el boxeo argentino, hasta entonces bastante solemne. Provocador, pícaro y desenfadado, hasta se animó a cantar y actuó varios meses en teatro de revista. Un ídolo de barro, criado en Parque Patricios y formado en Huracán (“Somos del barrio de la Quema, somos del barrio de Ringo Bonavena” se sigue cantando hoy en el Palacio Ducó), pero que llega a pelear en Nueva York y agita a las leyendas del deporte en su inglés nativo.
Para Estados Unidos era un blanco con apellido italiano, la esperanza blanca frente al poderío de los negros en el deporte. Pero la Argentina de su tiempo lo veía como un cabecita ambicioso y arrogante. Ringo, entonces, abría su intimidad como un reality en el que le mostraba a los programas y a las revistas las comidas familiares en la casa de su mamá y partidos de dominó en un bar del barrio, pero también sus autos caros y sus Rolex de oro. Irreverente, Bonavena entendió cómo agitar el algoritmo de su época, aquella en la que la TV entraba aceleradamente a los hogares.
Su estilo fanfa generaba amores y odios, claro. Consciente de eso, ostentaba lujos más para el fastidio de los antis que para el aplauso de los propios. Y todos pagaban por verlo: la de la pelea por el título argentino que le gana al popular Goyo Peralta en septiembre de 1965 sigue siendo, hasta ahora, la noche con más entradas vendidas en la historia del Luna Park. Se contabilizaron 25 mil, aunque se estiman otras cinco mil acomodadas a los tumbos y esa misma cantidad afuera.
► Ahí vienen los jevis
Su explosión, insisten los que saben, se debió también a que logró destacarse en una de las mejores décadas en la historia de la categoría más importante del boxeo, la de los pesos pesados. Ringo peleó tres veces contra dos leyendas: Joe Frazier en el 1966 y 1968 y, claro, Muhammad Ali, en diciembre de 1970, ante un Madison Square Garden detonado. Tiempos en los que aún se combatía a quince asaltos y no a doce, como ocurre desde los '80. Aunque perdió todos los combates, estuvo de pie durante los 45 rounds totales.
Como un desenlace poético, la última de todas esas vueltas anticipa la caída de Bonavena tras tocar la lona tres veces y perder por knockout en el 15 ante Ali. Diciembre de 1970 cerraba la era aclamada de Ringo. Luego deviene una inercia de su figura popular que le permite -aún sin el pedigrí de antes- regresar algunas veces a Estados Unidos y hasta volver a protagonizar una noche en el Luna Park a fines del ‘75. Pero, luego de eso, la nebulosa: su viaje a Reno. Y un final que casi medio siglo después todavía no se termina de explicar en detalle.
Cerca de la frontera con California lo esperaba Joe Conforte, un italiano que jugaba fuerte en el negocio de la prostitución y el azar en Nevada, estado muy permisivo con esas actividades. Lo convenció una promesa poco probable a esa altura de su carrera: la revancha con Ali. A los 33 años, Ringo fue al oeste de Estados Unidos, muy lejos de la Nueva York añorada, para entregar un contrato que lo llevó a pelear en una cena llena de gente rota y a vivir en una casilla rodante. Conforte lo usó como un atrapagiles para exhibirlo en su cabaret principal, el Mustang Ranch. Cuando Ringo entendió adónde estaba metido, ya era demasiado tarde.
► Gloria y muerte
Oscar Bonavena, siempre gestor de su propio marketing, jamás imaginó que su muerte también iba a ser un producto comercializable. Estrenada el último 24 de marzo vía Star+, la serie Ringo: gloria y muerte le va en saga a todas las producciones en la era de las plataformas sobre ídolos populares argentinos. Diego, Sandro, Rodrigo, Gilda y hasta Fito Páez comparten cierta aspiración común, un lenguaje que busca completar con licencias artísticas las narraciones de ciertos hechos que los convirtieron en leyendas. Cine, en efecto.
La figura de Bonavena es tan fabulosa que uno se pregunta por qué tardó tanto en llegar a la ficción audiovisual de la nueva era. Una de las respuestas sea, acaso, la dificultad para transitar justamente esos meses en Nevada, donde la información siempre fue escasa y eso contribuyó a la propagación del mito. Una especie de martirologio en el que Ringo termina condenado por lo mismo que antes lo consagraba: su ambición por lo imposible.
La serie busca resolver esta cuestión trazando dos narrativas y estéticas paralelas que avanzan en espejo. Por un lado, la carrera de Ringo hasta su combate con Muhammad Ali, un tramo bastante sencillo de trabajar, pues los registros y archivos de todos esos hitos son abundantes. Y si bien durante ese tiempo Bonavena pelea mucho en Estados Unidos, el clivaje en Ringo: gloria y muerte es ciento por ciento criollo, auténtico nac&pop de los años '60.
Y luego, claro, su viaje a las montañas del oeste de Estados Unidos. El lugar donde cayó y calló. Ordenado en un registro más típico del policial yanqui (burdeles, whisky, mafia, tiros, dólares y marginalidad), esa dimensión fácticamente desconocida le permite al guión llevar la imaginación a surrealismos interesantes, como el Ringo en un viaje de pepa durante una madrugada en un descampado de Reno.
Las dos eras se vinculan a pesar de ser presentadas como antagónicas: en la primera, Ringo tiene todo para ganar, un futuro por delante; en la otra, desde un primer momento se manifiesta el desenlace fatal. En todo caso, la serie parece circular alrededor de una incógnita irresuelta: ¿Ringo fue consciente en algún momento de lo que estaba viviendo?
Más bien parece ser un manija de los que nunca terminan de sentarse en el banquito que te sacan cuando suena la campana. “Ver cómo la ambición del personaje lo lleva a lugares complicados”, respondió Jerónimo Bosia cuando le preguntaron lo que la serie buscaba retratar de Oscar Bonavena. El actor de 27 años hizo una gran interpretación del boxeador no sólo por su apabullante parecido físico, sino también por la verosimilitud con la que encarna dos versiones diferentes de una misma persona: del ídolo vitoreado en Argentina al lumpen camino a su muerte en Estados Unidos.
En un punto más intertextual, la carrera de Bonavena muestra como pocas los entresijos del mundo del boxeo como deporte, como cultura y como espectáculo. Una actividad de regularidad brumosa, rankings a dedo y la rosca para poner la corona en juego. Nada distinto a lo que sucede ahora, casi medio siglo después de su muerte.
Ringo llevó adelante lo suyo en ese pantano. Entendió como ninguno el espectáculo, se prestaba a eso. Hoy sería tendencia en redes sociales todos los días, generador de decenas de memes, los programas de chimentos estarían tocándole el timbre, seguro usaría TikTok. Su búsqueda, claro, también fue su cruz. La serie actualiza una figura para que no quede anacrónica: la gran mayoría de los que vieron y verán Ringo: Gloria y muerte son personas que ni siquiera habían nacido cuando él peleaba. Y revuelve, en otro punto, la tripa de la construcción de nuestros ídolos populares.