En el sueño mi primo tenía 37 años. Me lo decía con arrogante seguridad, sin importarle el impacto que tenía ese dato, quizás sin darse cuenta de que desbarataba mi cronología y me dejaba mi presente patas para arriba. Era la desorientación temporal que sentía al escucharlo. Si esa era su edad, Miranda no había nacido y una buena parte de mi vida estaba por transcurrir.
Me desperté con la confusión que produce lo cotidiano cuando uno no termina de salir del sueño. Era un día nublado que podía haber sucedido hace 20 años, pero ahora se suponía que era el presente por más que siguiera con esa pegajosa sensación de que Tatán tenía 37 y mi hija no había nacido.
Estoy acostumbrado a la resaca de los somníferos que le dan una prolongada intensidad química a mis pesadillas. El celular es el remedio más efectivo para enderezar de un sablazo las cosas. Salir de las lagunas de la noche para entrar en las del día. Mejor que la ducha o el café, mensajes, horarios, noticias, a ver qué crisis nos tocaba, cómo me tocaba atravesar el día, la semana y el mes.
Pero el tanteo a ciegas en la mesa de luz se convirtió en pánico cuando me di cuenta de que el celular que dejaba todas las noches allí, no estaba. Mi casa es un agujero cósmico, una fábrica de objetos perdidos: era posible que me pasara la mañana entera buscándolo. El corte de electricidad no contribuyó en nada. No solo dificultaba visualizar las cosas a pesar de vivir en una casa razonablemente luminosa, sino que complicaba aún más la precisión cronológica. ¿Cuándo habían empezado los cortes de luz en Argentina? ¿Cuántos habíamos tenido en las últimas décadas?
Ni la TV último modelo podía sobrevivir sin un enchufe. Con las persianas abiertas y las cortinas entornadas, me di cuenta de que tampoco estaba la laptop, no podía ser que Miranda se la hubiera llevado otra vez sin permiso, salvo que fuera lo otro, pero no podía ser, de eso ni hablar, imposible.
Con mi teléfono de línea que, hombre del siglo XX, nunca abandoné, llamé a Tatán, una manera de exorcizar esa extrañeza que sentía a medida que el día empezaba y yo seguía empantanado en las tinieblas del sueño. Estaba escrito que nada me resultaría fácil. En vez de Tatán aparecía un mensaje grabado de la telefónica avisándome que el número no existía, que confirmara la característica, marcara de nuevo o me dejara de hinchar las pelotas.
La solución más pedestre era comprar el diario, verificar la fecha y estabilizar las cosas. Seguro que mucho antes de llegar al kiosco, los transeúntes y el tráfico me sacarían el temor a un brote psicótico o a una demencia senil excesivamente prematura, fuera el día o año que fuera.
Agazapado hasta ese momento, el pánico se volvió incontrolable. Dos veces llegué a la puerta de casa, las dos veces retrocedí con un manojo de excusas absurdas. Más que los 37 años de Tatán, parecía tener la agorafobia de la dictadura, cuando mi primo tenía veinte y pico, Sebas y Miranda no eran ni la posibilidad de un proyecto, y había muchísimas razones para no salir a la calle.
No es que me imaginara que afuera estarían rodando la cacería de los Ford Falcon y las siniestras gafas ahumadas. La amenaza era más difusa, pero igual de intensa, como si en la calle me esperara cualquiera de las largas etapas de desintegración del país, fuera los milicos, la hiperinflación, el corralito o una crisis totalmente nueva, un futuro definitivo e innombrable.
Volví a intentar con Tatán: la telefónica me repitió su exasperante mensaje grabado. El resto de mis números estaban en el celular, así que me puse a buscar en libretas antiguas, tengo todo un desván lleno de recuerdos, una feria personal de souvenirs a la que yo asisto cuando se me da la gana.
Había números que no valían la pena, que más bien parecían probar el deterioro psicológico desde que me había despertado. ¿Qué esperaba encontrar en libretas deshilachadas y enmohecidas? No podía llamar de golpe a meros conocidos o amigos del colegio o la universidad para preguntarles qué fecha era. Pero me impactó ver el teléfono de los viejos, mi primo acababa de cumplir 40 cuando murieron uno detrás del otro, pasa con muchas parejas, el que se va deja un llamado en el aire que el sobreviviente no duda en seguir porque la vida en solitario no tiene sentido.
Tuve la tentación de hablarles, hasta estuve a punto de marcar como quien toca la puerta de la locura, pero desistí. No iba a activar yo mismo el brote, mejor pedir que me internaran, pero me erizó la piel pensar que si mis viejos llegaban a contestar, quizás estaba a tiempo de salvar a algunos que habían desaparecido.
Era demente que yo el racionalista estuviera pensando eso porque seguía convencido de que el tiempo era una flecha unidireccional, no había ni marcha atrás, ni tiempo circular ni esas teorías esotéricas de secuencias paralelas, vidas simultáneas o viajes al pasado que supuestamente se deducían de las fórmulas de Einstein. Tampoco podía ignorar esa urgencia por llamar a los compañeros y avisarles, esa sensación de nueva oportunidad, no necesitaba las libretas, tenía los números grabados en la memoria.
El teléfono rompió ese momento de alucinación: era Tatán. No me vas a creer lo que soñé, le dije. De vos creo cualquier cosa, me contestó riéndose. Ese intercambio divertido me hizo sentir de vuelta en la normalidad, pero hubo un silencio extraño cuando le conté lo que me decía en el sueño y cómo su edad borraba la parte más importante de mi vida. La voz de Tatán sonó entre preocupada y jocosa: ¿estás bien Bichito o te tomaste un ácido?
No estaba en ácido, eso también era de otra época, pero empecé a dudar cuando él me aseguró que tenía 37 y que seguiría teniéndolos durante dos meses más hasta que, con el cumpleaños, cambiara de número, le pasaba a todo el mundo. Me aconsejó que revisara mis somníferos: tienen muchos efectos secundarios, más pesadillas y alucinaciones que la realidad misma. Me llamaría más tarde.
Cuando cortamos, mi cuerpo, mi memoria, mi casa quedaron en suspenso, como pendiendo de un hilo en el que hacía equilibrio casi la mitad de mi vida. ¿No habían nacido Miranda y Sebas? ¿Dónde estaba Marta, mi mujer? ¿Sería que nada de eso había sucedido o peor aún, que quizás no fuera a ocurrir? ¿O estaba dando los mismos pasos que me llevarían en línea recta a Marta y los chicos?
Caminé hasta la puerta decidido a salir. No había más remedio. No me servían Tatán, ni las viejas libretas, ni el teléfono, ni el celular que no existía o había perdido: la respuesta estaba del otro lado. La única verdad era la realidad, decíamos en otra época. Así que abrí. El aire era seco, asfixiante, con una temperatura que jamás había experimentado. Caminé con los ojos cerrados, tanteando en las paredes, enceguecido por el sol, pero también por el miedo. La pura verdad era que no me atrevía a mirar, prefería el resplandor y la ceguera, no sabía qué me iba a encontrar, mucho menos si quería verlo.