En público, Aki Kaurismäki (Helsinki, 1957) se presenta como un tipo pesimista y desesperanzado, de respuestas cortas como tajos y un cigarrillo apagado, listo para ser encendido en cuanto llegue a un lugar donde le permitan fumar. Actualmente consume tres atados diarios. Se está cuidando: en una época fueron doce. ¿Muerte a crédito? Sería coherente: digno hijo del país europeo de más alta tasa de suicidios, Aki asegura que algún día lo hará. “Pero no todavía”. El otro exceso del menor de los hermanos Kaurismäki (el mayor es Mika, nacido en 1955) es el alcohol, claro. Hasta el punto de que aconsejan a quien tenga que hacerle una entrevista hacerlo antes de media tarde, porque a partir de esa hora empieza a tomar y no se sabe qué puede pasar. Como algunos de sus personajes. Aunque últimamente están más sobrios que en tiempos de Ariel (1988) o La vie de bohème (1992). ¿Será porque ahora tienen problemas más urgentes que atender?
Los problemas que ocupan a los protagonistas de los films más recientes del autor de Nubes pasajeras (1996) y El hombre sin pasado (2002) son los mismos que ocupan a Europa: la inmigración, y qué hacer con ella. Trasladado del continente al individuo, el sustantivo colectivo se singulariza, y “la inmigración” se convierte en “el inmigrante”, con el que el héroe europeo se cruza, tanto en la previa El puerto (Le Havre, 2011) como ahora en El otro lado de la esperanza, Oso de Plata al Mejor Director en la Berlinale de este año. A diferencia de Europa, que no sabe qué hacer o directamente devuelve a su país al inmigrante, el homo kaurismäkiano lo acoge. En El puerto, el limpiador de zapatos oculta al chico africano de las autoridades de Inmigración. En El otro lado de la esperanza (de aquí en adelante, EOLE), el ex vendedor de camisas y actual dueño de restorán da trabajo al refugiado sirio al que quieren mandar de vuelta a Alepo.
¿Solidaridad de clase? Aunque el personaje de André Wilms en El puerto se llamara Marcel Marx, Kaurismäki no es, que se sepa, marxista. Difícil que un nihilista lo sea. Aunque, ¿es el autor de La chica de la fábrica de fósforos (1990) tan nihilista como le gusta pregonar? “Cuando no queda esperanza, no hay razón para el pesimismo”, dictaminó recientemente, con un tono entre chino y nietzcheano. Sus primeras películas eran muy pesimistas, luctuosas incluso más allá del humor letal. La primera es una versión de Crimen y castigo (1983), que ya se sabe cómo termina. El mismo día en que cierra la mina donde trabajaba, el padre del protagonista de Ariel se suicida, y a él terminarán metiéndolo en prisión por defenderse de un atropello. Tras perder un embarazo, la solitaria heroína de La chica de la fábrica de fósforos (la gran Kati Outinen, que hace un cameo en EOLE) mata con veneno para ratas al tipo que la sedujo, y de paso a su madre y padrastro. Y así.
Sin embargo, desde Nubes pasajeras el cine de Aki se fue tornando –dicho esto con todas las reservas del caso– menos fúnebre, algo más luminoso. De tonos entre verdosos y grisáceos, en lugar de negros. En la película mencionada, la protagonista (otra vez Kati Outinen) logra superar la desocupación (en el cine de Kaurismäki hay más desocupados que en el cordón industrial de Buenos Aires), instalando su propio restorán, adonde lleva a trabajar a ex compañeros de trabajo. Las nubes son, como el título indica, pasajeras. Volviendo al tema de la solidaridad de clase, tal vez no se trate de un principio ideológico en el cine de Kaurismäki, pero sí de un hecho concreto. El amnésico, apaleado protagonista de El hombre sin pasado es acogido por una comunidad de gente que vive literalmente al margen de la ciudad. Y en El puerto y EOLE, como ya se dijo, los inmigrantes pobres reciben de parte de gente trabajadora una acogida que muchos países europeos no suelen darles.
Kaurismäki tal vez no sea marxista (¿alguien que no sea sociólogo, politólogo o filósofo lo es, hoy?), pero muy socialdemócrata tampoco parece. Un lustro atrás declaró al diario The Guardian que no veía otra salida para la humanidad que no fuera el terrorismo. “Hay que matar al uno por ciento”, estimó. Preguntado acerca de qué uno por ciento era ése, hizo precisiones. “La única manera de salir de la miseria es matar al uno por ciento que es propietario de todo. El uno por ciento que nos puso en la posición en la que la humanidad no tiene valor. Los ricos. Y los políticos que son sus marionetas.” ¿Humanismo sangriento? El humanismo le viene por vía Chaplin y se ve mitigado por el estoicismo keatoniano, dos de sus máximos ídolos cinematográficos, junto con Robert Bresson, Jean-Pierre Melville, Marcel Carné, Ernst Lubitsch y el cine negro en su conjunto. No olvidar que el Carlitos de Chaplin era un vagabundo, como algunos de los primeros héroes kaurismäkianos, solidario de inmigrantes pobres, niños huérfanos, inválidos y cieguitas. Todas figuras no tan disímiles de las que aparecen en el cine de Aki, que se pone así en riesgo de sensiblería. Es allí donde interviene el factor Keaton (y el ascetismo bressoniano, desde ya) para rescatarlo de esas aguas movedizas y reconducirlo por el camino de la sequedad, el gag, la precisión visual, la reducción al mínimo, el absurdo.
El romanticismo está presente en el cine de Aki desde los comienzos. Lo que pasa es que como coexistía con todo lo que se mencionó más arriba la gente se negaba a verlo. Como si el mundo de un autor tuviera que ser una calle de una sola mano, y no una autopista de infinitos carriles. Recuérdese que Sombras del paraíso (1986) cuenta la historia de amor proletario de una cajera de supermercado (Kati Outinen, quién si no) y el enorme Matti Pellonpää, con su carita de borrachín, haciendo de basurero. El derrumbe de la propia Outinen en La chica de la fábrica de fósforos se produce porque descubre que el hombre del que se había enamorado es un farsante. El hombre sin pasado se enamora de la militante del Ejército de Salvación que interpreta Outinen. En El puerto, Marcel Marx, además de ocuparse del chico africano cuida de su esposa (¡Outinen!), internada en un hospital con una enfermedad terminal, y le obsequia flores regularmente. Y en El otro lado de la esperanza… bueno, no, acá no tanto. “¿Cómo es que piensa suicidarse? ¡Usted es un romántico!”, trató de salvarlo el periodista de The Guardian durante la entrevista mencionada, después de hacerle confesar que a veintiséis años de su casamiento sigue enamorado de su esposa… y le regala flores. “Sí, sí”, le respondió un despectivo Kaurismäki. “Por eso el tiro no me lo voy a dar en la cabeza, sino en el corazón”.