Como sucede en casi toda su obra, la nueva película del finlandés Aki Kaurismäki es una fábula optimista, luminosa, a pesar de la gravedad de su tema. Un poco como en su película inmediatamente anterior, El puerto (2011), El otro lado de la esperanza vuelve sobre el mismo asunto que hace años tiene en jaque a Europa: el de los inmigrantes que huyen de las guerras y hambrunas de este mundo y buscan en los países privilegiados un refugio que difícilmente encuentran. Pero tal como señala el propio título del film, en el cine de Kaurismäki siempre hay esperanza, por extraña que sea. Y también justicia poética, por qué no.
Se trata, como es costumbre en Kaurismäki, de un film pleno de nobleza, ternura y humor. Y de una poesía no por austera menos expresiva. Como siempre en su cine, sus personajes son los desheredados de este mundo, los llamados “perdedores”: trabajadores y expatriados, desempleados y marginales, hombres y mujeres que han ido quedando excluidos del vértigo de la modernidad y que, sin embargo, han sabido mantener su dignidad.
Por un lado, está Khaled, un inmigrante sirio que llega de polizón en un barco carguero al puerto de Helsinki (los puertos, las grúas, los barcos son una constante en Kaurismäki, casi se diría que para él son el origen del mundo). Y Khaled aparece en escena como si fuera Chaplin, o un comediante del mejor cine mudo: enterrado en carbón, negro de la cabeza a los pies, más oscuro incluso de lo que es su propia piel, que ya de por sí lo condena.
Por el otro, anda Wikström (interpretado por Sakari Kuosmanen, un rostro habitual en el cine de Aki, protagonista de Juha). Es un veterano viajante de comercio, dueño de un cochazo negro que -como los personajes de Luces del atardecer (2007)– parece salido de una vieja película de gangsters. En una de sus primeras escenas, Wikström gana una reñida partida de póker y con esa plata se compra un bar en decadencia, donde el único menú posible parece una lata de sardinas acompañada de una cerveza.
Cada personaje va por su lado, pero es inevitable que se encuentren. Basta que Khaled aparezca durmiendo en la puerta trasera del bar después de haber sido perseguido por una banda de skinheads para que Wikström lo sume a su peculiar banda de empleados: una moza, un barman y un cocinero que parecen escapados de la cárcel más cercana, pero tienen un corazón de oro y la solidaridad a flor de piel.
Que todos fumen en cámara como chimeneas; que en cada esquina se queden a escuchar a viejos, auténticos rockers callejeros a quienes Kaurismäki parece querer registrar antes de que la memoria corta del mundo los olvide; que en cada plano detalle o en cada objeto de utilería (desde un automóvil a un jukebox) vibren ecos de buena parte de la historia del cine son singularidades inherentes a la obra de un finlandés que ha conseguido hacerse universal.
De una ascética belleza visual que lleva la firma inconfundible de su director, El otro lado de la esperanza parece por momentos un tableaux vivant de Edward Hopper iluminado por la luz gélida del Báltico. Gracias a la construcción inconfundible de sus planos, en los que tiene tanto que ver el encuadre como la iluminación, el realismo en Kaurismäki siempre resulta desplazado hacia una zona incierta, de un raro, austero esplendor, que refleja la mirada entre perpleja y oblicua del realizador frente al mundo circundante.
La violencia, la miseria, la discriminación, la soledad están claramente allí y el film no las esconde ni las desmiente, pero Kaurismäki da la impresión de conjurar todos esos males exponiéndolos a través del punto de vista de estos hombres tan distintos entre sí –el sirio Khaled, el finlandés Wikström– pero capaces de entenderse a pesar de sus abismales diferencias. En esta templada, rigurosa celebración de la vida está la nobleza de esta película tan parecida a toda la obra previa del director y, por eso mismo, tan fuera de lo común.