Dos hombres, una mujer, un velero y las tensiones solapadas que en algún momento de la navegación harán eclosión de manera ineluctable. Es posible que Matías Lucchesi haya tenido en cuenta el renombrado antecedente de El cuchillo bajo el agua, la ópera prima de Roman Polanski, a la hora de plantear la historia de su segundo largometraje luego de Ciencias naturales. Aunque lo cierto es que los posibles puntos de contacto con El Pampero resultan más anecdóticos que centrales: no hay aquí, como en el film polaco, una disquisición sobre las diferencias generacionales y los lugares de poder dentro de la sociedad, sino el choque de tres personajes muy diferentes entre sí que, a pesar de ello, no dejan de ser esencialmente algo marginales. Las primeras imágenes de la película detallan las actividades y movimientos precisos de Fernando, un hombre que ya ha atravesado un tramo importante de la mediana edad. Todo lo que hace o deja de hacer tiene el sabor de la despedida: ordenar la valija con ropa limpia, cerrar la llave de gas, dejar abierta la puerta de la heladera antes de salir. De quien no se despide es de su propio hijo, desatendiendo un llamado que cae inevitablemente en las redes del contestador telefónico.
Cortesías de la elipsis mediante, el hombre llega a bordo de una embarcación amarrada en el coqueto Puerto Madero. Todo parece indicar que se va de viaje, quizás para siempre, en plan solitario, idea apuntalada a su vez por el indicio de una enfermedad grave, que se hace evidente en ese breve prólogo. Los primeros minutos de El Pampero están marcados, como casi todo el resto del metraje, por la fuerte presencia de Julio Chávez, en esa vertiente taciturna y callada que tantos otros directores –de Adrián Caetano a Rodrigo Moreno, pasando por Ariel Rotter– han sabido explotar con distintas intensidades y resultados (tan rotunda resulta la presencia del actor en la pantalla del cine nacional que la memoria es capaz de imaginar una filmografía mucho más extensa que la real). Si en esas primeras instancias silenciosas, de miradas y actividades casi mecánicas, Lucchesi parece echar anclas en las aguas del minimalismo narrativo, un evento inesperado cambia radicalmente las expectativas: pocos kilómetros luego de zarpar, un par de detalles lo llevan hacia una de las habitaciones de la bodega, donde una mujer joven logró colarse y esconderse, su camisa completamente bañada en sangre.
La tercera pata del trípode narrativo no tardará en aparecer por primera (pero no última) vez, un efectivo de la Prefectura Naval afincado en algún lugar del Delta. Un viejo conocido de Fernando al que le resulta un tanto extraña la aparición por esos pagos de su amigo sin previo aviso. Unos afinados y contenidos Pilar Gamboa y César Troncoso son los responsables de darles vida a ese par de personajes que, como el de Chávez, parecen siempre ocultar algo, más allá de lo que niegan o confiesan. De allí al concepto de thriller hay un solo paso, aunque el realizador mantiene a raya todo el tiempo la posibilidad de que su película se convierta en una simple imitación de tópicos, soltando y tirando alternativamente de la cuerda para que la consecución del estado de suspenso no termine devorándose ni a los personajes y sus motivaciones ni al tono tensamente reposado de la historia. De hecho, la escueta duración de 77 minutos no parece tanto el resultado de una elección o un capricho personal como la consecuencia lógica de una película que nunca abusa de los diálogos para explicar hechos o ideas y que descree de la sobreexposición y repetición de situaciones.
Cuando el famoso viento proveniente del sur finalmente llegue a las costas del Paraná, la película ya habrá recorrido su periplo de road movie sobre el agua con condimentos de film de suspenso (o viceversa). En la concisa y económica ética narrativa de El Pampero hay algo de aquello que daba título nobiliario a las mejores producciones de bajo presupuesto de los grandes estudios de Hollywood en el período clásico: un planteo aparentemente sencillo, aunque complejo en sus derivas y resonancias, la necesidad de que las cosas ocurran velozmente, pero sin apuro, la demarcación no demasiado clara de éticas buenas y malas. Seguramente no se haga demasiado hincapié en ese aspecto, pero el de Lucchesi es un ejemplar generoso, honrado e inteligente de eso que solía llamarse cine de género.