“El encierro empezó a enloquecerme, a desestabilizarme un poco. Ahí recurrí a una máscara que me había regalado un tío que quería muchísimo, que era fuimgador en los silos del puerto de Ingeniero White. A mí me encantaba su máscara, ¡la máscara del Eternauta! Me la puse y me saqué unas fotos en el espejo. Vi las fotos y las dibujé. Y ahí dije voy a empezar a hacer un diario de este encierro, a dibujar un dibujo por día, y al toque pensé en compartirlo y surgió Instagram”, recuerda Andrea Fasani. Cada tarde, a las 20, subía el dibujo del día, que terminó constituyéndose en una suerte de crónica social, autorretrato de los días de la pandemia y, en palabras del director del Museo Nacional de Bellas Artes, Andrés Duprat, un “soliloquio gráfico” sobre el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio. La obra se convirtió en libro, bajo el título Diario de encierro, y se presentó recientemente en el MNBA.
“En su texto Duprat cita mi situación de encierro, que fue en el ‘78, después del Mundial de Fútbol, cuando nos secuestraron a Paula y a mí”, señala Fasani. “Cuando se dio la cuarentena dura, cuando Alberto anuncia esa cuarentena, esos días reviví particularmente mi encierro. Yo estuve desaparecida, en un centro clandestino de detención y aunque esto era muy vip, porque yo estaba en mi casa, podía hablar con mis amigos, mis hijas, tenía mis libros, mis sonidos, la luz que entraba por la ventana, igual había algo muy profundo que de todas maneras lo emparentaba”.
Fasani es ceramista, pero ya desde su Bahía Blanca natal el dibujo la acompaña. Fue allí donde conoció a Duprat, por ejemplo, pues participaba activamente del movimiento plástico de la ciudad y sus exposiciones. “El dibujo siempre estuvo en mí. El hecho de que yo tuviera una formación en la Escuela Nacional Superior de Cerámica, que era como la Pueyrredón de aquellas épocas, no evitó que dibujara siempre”, recuerda.
La experiencia online, natural para las nuevas generaciones, es más infrecuente para artistas como Fasani. Sin embargo, ella cuenta que abrazó Instagram desde el primer momento. “Me resultaba muy, muy práctico, sobre todo cuando viajaba, me podía comunicar con mis hijas. Al principio lo tenía privado, pero cuando lo abrí empezó a seguirme muchísima gente”, cuenta. “Con estos dibujos la interacción era increíble, era subirlos y tener tremenda repercusión las horas siguientes”, destaca. “En ese momento ni pensaba en publicar esto. Era lo que me sostenía psicológicamente, lo que evitaba que me derrumbara. Al principio, cuando no estaban las vacunas, si bien en la familia por Paula (su hija) y Lolo (su yerno), que son bioquímicos, teníamos información caliente, era todo una gran incertidumbre y dibujar fue un sostén”, rememora.
Cuando se pudo salir a la calle, recuerda, se animó a dar una vuelta manzana con la máscara. “¡Me ahogaba! No podía accionar el cilindro”, revela. A falta de máscara, Fasani se permitía observar todo con atención. “Miraba el afuera muy minuciosamente”. Curiosamente, no tomó fotografías. “Me inhibía hacerlo. Por ejemplo, cuando caminaba a mi taller, que queda a 22 cuadras de donde vivo, recuerdo a un grupo de mujeres sentadas en la Sagrado Corazón, ¡con una tristeza! Me me senté cerca y las observé. Y sigo trabajando así”, explica.
Al momento de convertir esos dibujos diarios en un libro, Fasani se encontró con varias sorpresas. La primera, una narrativa que asomaba. “Yo trabajaba pensando en un dibujo. Pero al verlos juntos, dar vuelta las páginas, encontré una narración y eso me sorprendió muchísimo, positivamente”, celebra. “Me sorprendió la oscuridad de muchos dibujos, pero era lo que sentía: el dibujo comenzó siendo más simple, de pocas líneas y se fueron metiendo naturalmente más texturas, más oscuridad. Con el tiempo me di cuenta de que trabajaba como con un termómetro social, que con lo que dibujaba se armaba una crónica del afuera y del adentro. Pero el interior no era sólo la habitación o mi casa, sino mi interior, cómo me sentía”.