En esta época del año, a comienzos del invierno, se inicia en las grandes ciudades una especie de rito sacrificial denominado la “poda”. Brigadas de serruchadores se lanzan sobre los árboles, no sobre todos ni sobre cualquiera, sino sobre los determinados que pueblan muchas calles. Los acompañan camiones que recogen las ramas tronchadas y se las llevan no se sabe dónde, seguramente la ciudad tiene previstos esos cementerios vegetales. En muchas ocasiones los cortes son tan radicales que muchos árboles parecen mutilados, más de uno se queda con el mínimo tronco, como si le faltara la respiración, sin aliento, seguramente esperando que la primavera le devuelva el vigor y el follaje.
Esa operación es presentada como algo muy racional e imprescindible para que los árboles sigan viviendo y hermoseando una ciudad que en verano es objeto de un sol implacable. Se puede suponer que parte del sentido de la operación es neutralizar los estragos de la vejez, algo semejante a lo que sucede con esas personas que para evitar el envejecimiento se someten a diversas extracciones en la creencia de que eso prolonga la vida y evita la muerte. Cortar lo caduco, esperar que en su lugar reaparezca un nuevo órgano, no es infrecuente esa ilusión.
A veces, sin embargo, tal es la saña con la que se los poda que es como se si los castigara; no es vana la imagen si se piensa que pueden ser un obstáculo para otros fines; es lo que pasó por ejemplo, cuando se construyó el metrobús de la avenida 9 de Julio, tal vez lo mismo en lugares análogos: más de trescientos árboles fueron erradicados y en su lugar se puso asfalto para que el transporte circulara con más fluidez, en la convicción de que los habitantes de la ciudad están siempre apurados o de que una iniciativa como ésa le confiere modernidad o como se lo quiera llamar.
Frente al triste espectáculo de árboles mutilados mis hijos Magdalena y Oliverio, sensibles a semejante tristeza, tienen una definición: arboricidas, dicen con cierto patetismo y creo que no les falta razón. En esas ocasiones, si, porque la botánica lo aconseja, se admite que la poda es necesaria, se podría argumentar en contrario que es excesiva, irracional, salvaje, equivalente a lo que se hace más inescrupulosamente, porque sólo se tiene en cuenta el valor del terreno, todavía con viejos edificios cuya decadencia no es irreparable y que podrían ser cuidados y salvados para que la ciudad no pierda su fisonomía.
En materia de árboles, hay políticas y disposiciones: por uno que se saca se deben plantar cuatro o cinco para que las especies no desaparezcan. Eso lo han comprendido las papeleras que logran una provisión permanente de material previendo los tiempos de crecimiento y en función de criterios gradualistas: obviamente hemos perdido las esperanzas de que algo así haya ocurrido en la avenida 9 de Julio: los que desaparecieron nunca volverán, sólo queda el recuerdo de las flores blancas del palo borracho, las rojas de los ceibos, las amarillas de las jacarandáes.
En el fondo, éste sería un capítulo más de la dinámica de las especies: lo que va a morir debe dejar a su lado aquello que lo sustituirá. Si no lo hace lo que llega inevitablemente es la desertificación que sucede con los bosques nativos exterminados por los sembradíos más en lo inmediato rentables. Hay estadísticas, en un proceso arrollador e indetenible ha cambiado la proporción de los arbolados en relación con las urbanizaciones y las explotaciones sojeras, parece que no hay duda sobre eso aunque no parece ser un tema que preocupe a mucha gente ni se les puede pedir que lo haga, la mayoría padece el día a día y no repara en estas cosas y quizás yo mismo, que me atrevo a hablar de esto, no tenga el conocimiento ni la información para tener no sólo sentimientos sino ideas. Lo que, en cambio, se me ocurre es aplicar estas imágenes, que remiten justamente a una dinámica de las especies, al universo cultural y político.
Puede parecer arbitrario y forzado pero, por empezar, también en esos campos hay podas necesarias y otras salvajes; las primeras se relacionan con la idea de renovación e implican operaciones críticas que, del mismo modo, si pueden ser necesarias, eliminar una mentira artística o literaria, condenar un fraude científico, denunciar falsos valores o imposiciones de mercado, también pueden ser odiosas, irracionales e injustificadas: por un lado, lo que sería viejo y obsoleto puede no serlo tanto, por el otro si ya no opera significativamente sólo, sin que nadie haga nada, desaparecerá pero lo que es difícil que ocurra es que una actividad cultural, la ciencia por ejemplo, decida ser voluntariamente eliminada y no lo es tanto que a una política de gobierno no le importe lo que es y contribuya o decida su eliminación. Lo hemos visto muchas veces, la famosa vajilla de Cavallo, los becarios del Conicet ahora, la industria editorial, el comercio minorista, no me atrevo a seguir haciendo la lista, me invade la tristeza.
Tanto o más en lo que se relaciona con la política. Una vieja metáfora no se me va de la cabeza: el tronco radical. Pienso que junto a ese viejo tronco, un árbol después de todo, tendrían que plantar uno nuevo, en su cercanía, a su sombra y a su amparo. Creo que es lo que ocurrió cuando, envejecido, lleno de culpas y de dudas, entrampado por la indecisión y la falta de pensamiento, vio crecer a un vástago, Lebensohn, que sin echarlo abajo, le devolvió sentido y juventud: su vejez ya no fue sinónimo de obsolescencia sino alimento para que la renovación tuviera lugar. Algo semejante se insinuaba cuando Frondizi pero él prefirió la extirpación, mató al partido, apuntó a un nacimiento en estado puro y engendró un monstruo. No fue así con Alfonsín que, sin olvidar las viejas fuentes y hasta basándose en ellas, supo infundirle nueva vida, un nuevo sentido: ¿hasta dónde duró? ¿qué continuidad tuvo? El viejo tronco se fue secando y de sus lánguidas ramas secas salió de la Rúa que continuó la poda hasta dejarlo tirado en un desdichado rincón del jardín político.
Así, amputado, de ese tronco no salieron nuevas ramas posteriormente a esa poda. Pareciera que el árbol la admitió sin resistencia; abatido, contempló cómo caían sus ramas, o sea su sentido, sin que nada nuevo creciera a su lado, ninguna idea, ninguna reflexión, ningún análisis, ninguna prometedora culpa como la que memorablemente había sentido el viejo Yrigoyen cuando decidió cortar de raíz las ramas estériles y empezar de nuevo, salvo el intento de Moreau que no sabemos si crecerá y renovará el viejo tronco. Por el contrario, en el secamiento que se veía venir el tronco creyó, ilusoriamente, que se le presentaba una nueva oportunidad de florecimiento. Y ahí están los Sanz, los Lopérfido, los Morales, los Aguad decididos ya no a podar sino a talar. ¡Qué pena! ¿Dónde irá a parar el viejo tronco? ¿Dónde su historia? ¿Por qué ha elegido suicidarse? ¿Por amor a Macri? ¡Qué extraña elección! Ni él mismo la comprende, está patéticamente seco, pronto no servirá ni siquiera para arder.