Es curiosa la vida de Tomás María Saubidet Gache, porteño casi francés, francés de vuelta dudosa, arquitecto y pintor, que tuvo su camino de Damasco y se volvió de París, se instaló en Tapalqué y terminó siendo uno de nuestros formidables compiladores de vocabulario gauchesco. Convertido en Tito, Saubidet afinó el oído para entender qué se decía a su alrededor. Debía ser simpático, porque los paisanos le contaban, le explicaban y recordaban palabras perdidas, conceptos arcaicos, cosas de los abuelos. No es algo que los paisanos hagan con cualquiera.

Saubidet nació porteño en abril de 1891, con lo que valga esta columna de saludo cumpleañero. En 1910, joven pintor promisorio, se gana la famosa beca de estudios que llevó a buena parte de nuestra plana mayor a estudiar artes a París. Pero este chico se va quedando, hace una vida parisina, es uno de los arquitectos de la hermosa Casa Argentina en la Universidad de París, pinta que da gusto y siempre en los estilos del momento, y sin que se le ocurra cómo, se le hacen veinte años afuera.

Y entonces vuelve. Y no al pago porteño, vuelve pero se va derecho a Tapalqué.

No es cosa de psicoanalizar al prójimo, pero la movida sigue inexplicada. Saubidet comienza a pintar nuestros cielos, comienza un fructífero ciclo de pinturas gauchescas que todavía lo hace cotizar en el mercado. Un pibe de ciudad, que vivió mitad en la porteña y mitad en la de las luces. Y de golpe sus telas se llenan de pingos, de cardos, de figuras de chiripá, de tropillas y de lazos. Y sus oídos de un vocabulario nuevo, que es donde la cosa se pone interesante.

Porque eventualmente el pintor publica un libro inmortal, Vocabulario y refranero criollo, estudiable para todo el que quiera entender una época de nuestra campaña porteña, de este suelo bonaerense. Lo de estudiar es en serio, porque los conejos siguen saltando: hace unos años, un análisis de los libros de cuentas de empresas que proveían a las pulperías descubrió que entre yerbas y ginebras, matras y tabacos, se distribuían algodones de la India, lanas inglesas, loza europea, habanos cubanos y hasta especies orientales que uno no se imagina en el puchero.

Y las fiestas no eran puro baile y guitarreada. El paisano bien vestido llenaba bien la chuspa, la tabaquera de cogote de ñandú -extrañamente, Saubidet dice avestruz- que se ata con una linda cinta. Llegado a la fiesta, tiene cosas para elegir, como jugar al truco, al monte, al paro, la biscambra, el empalmar, el inglés, las malas, la redonda, el refilar, el hacer trus, la lujanera, la madura o el dentro. O sea entrar en una "boca" con "el libro de cuarenta hojas", como se le decía a cualquier juego de barajas. También puede lucirse a las bochas, anteriores a los inmigrantes, sobre todo si lanza la suya con el rebenque, maniobra difícil que implica envolverla en la lonja contra el cabo y soltarla en un movimiento en arco.

Tambié puede jugar a la taba, pero sin "cargarla", que es una manera mañosa de lanzarla para que caiga siempre del lado hueco, el de la suerte. Y que es algo que puede terminar mal, ya que al final todo el mundo anda armado. Mejor irse a la carrera de campo, nombre formal de la cuadrera que no obligaba a contar la cancha por cuadras. Como era un festival, se hacían cortas y no de cuarenta cuadras, que son ls de resistencia. El tema era formal, con el canchero asegurando que el recorrido estaba bien y parejo, y los abanderados en posición. Corrían las apuestas, sobre todo con los parejeros de 22 días, que habían pedido ese plazo tradicional para entrenar y prepararse.

Ya que estaban a caballo, los paisanos podían lucirse jugando al pato o a la polca de la silla, juego que todavía se usa pero sin pingos. Hasta diez jinetes comenzaban a girar al paso alrededor de nueve sillas puestas en medio del potrero, mientras la orquesta tocaba algo alegre. Al parar la música, los paisanos saltaban de sus caballos y tomaban una silla, menos uno que tomaba su pingo y se retiraba. Se sacaba una de las sillas y la cosa continuaba hasta que quedaba el ganador, ovacionado.

No todo daba tanto trabajo como estas sillas musicales ecuestres y en todo festival termina cayendo la noche. Algunos juegan al sapo, otros guitarrean o conversan, los chicos juegan a la gata parida, apoyados contra una pared y empujándose de costado hasta que alguno sale disparado y pierde. Es hora, también, se acordarse de ellas y para romper el hielo antes del baile se jugaba, insólitamente, a algo llamado La cadena del amor.

Algún paisano viejo hace de "jardinero" , se coloca en medio de una rueda mitad mujeres y mitad hombres, sentados. Cada uno tiene el nombre de una flor y el jardinero hacía pararse a alguno o alguna, que tenía que lanar un "Ay" bien claro. El jardinero preguntaba ¿por quién suspira? y el elegido o elegida respondía con el nombre de otra flor. El aludido se paraba, decía ay, y mencionaba otra flor. Así se seguía, hasta que todos estaban parados y formaba "la cadena del amor".

Claro que no faltaba el guaso que elegía no una flor sino una zanahoria o un nabo. Como el jardinero tenía el poder de inflingir prendas, los vivos eran castigados, aunque cuenta Saubidet que parte de la broma era darle prendas a casi todo el mundo. Las prendas podía ser hacerse el mono, besar la sombra del deseado o la deseada, o recitarse algo. Entre las más complicadas estaba "la mesa del escrebano", así pronunciado.

El castigado tenía que sentarse a una mesa y con grandes gestos hacer como que escribía con un dedo, con firuletes, comas y puntos. Pero en un momento, el jardinero le indicaba que se había quedado sin tinta y el escrebano tenía que mojar la pluma en un agujero imaginario de la mesa. Esto se repetía varias veces, hasta que todos aplaudían. Como el pasado es realmente un país extranjero, los paisanos se morían de risa con esta prenda incomprensible.

El libro de Saubidet es un tesoro de estas cosas y un testamento a su lado entrador. A uno ningún paisano le confesaría que se jugaba a las sillas musicales de a caballo o lo de la cadena del amor, con suerte lo de la taba mulera o lo de la biscambra.

Tito Saubidet murió en 1955 en los pagos del Azul.