Hace más de 30 años que vivo en Perú entre Chile y México, en el límite entre Montserrat y San Telmo. Y hace por lo menos quince que todas y todos por aquí disfrutamos de la sombra, el follaje y --por lo menos un par de veces al año: se sabe que es una especie caprichosa, que no respeta ciclos ni estaciones- de las flores color violeta de dos hermosos ejemplares de jacarandá, que ahora están en peligro, con su vida pendiendo literalmente de un hilo.
Unas excavadoras mecánicas --que parecen escapadas de un futuro distópico como el que imaginaba la primera Terminator-- los han dejado sin tierra, con sus raíces casi al desnudo, y por ahora unas sogas atadas a unos bancos impiden que se desplomen, siempre y cuando no se avecine una tormenta. No son los únicos ejemplares en riesgo, por cierto.
Sucede que desde hace meses el barrio todo --de la avenida Garay hasta Belgrano, desde Tacuarí hasta Balcarce-- está sumido en una de esas obras faraónicas que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires emprende a espaldas de las verdaderas necesidades de los vecinos y con un empeño y unos recursos multimillonarios dignos de mejor causa.
Aturdidos por el ruido de los percutores neumáticos y las retroexcavadoras que han tomado el barrio por asalto, en casi todas sus calles, cerradas a su vez por vallados de un inconfundible color amarillo, que convierten un simple mandado en un desafío laberíntico, uno sin embargo alcanza a vislumbrar qué se esconde detrás de la constante nube de polvo que nos envuelve. Negocios, sin duda.
El llamado Plan de Renovación del Casco Histórico es una contradicción en sus propios términos. Si es histórico --y San Telmo lo es-- un barrio no necesita ser “renovado” ni “transformado”, sino cuidado y preservado. Es exactamente lo que no sucede. Lo que está llevando a cabo este plan no sólo es la destrucciónde algunos árboles y los nervios de los sufridos vecinos, a quienes dice beneficiar, sino la identidad morfológica, histórica y cultural de la zona.
¿Quién podría reconocer hoy a la calle Bolívar, la primera en quedar terminada --a modo de muestra-- en un par de cuadras, frente al histórico Mercado, hoy convertido en un vulgar patio de comidas? ¿Qué es esa conspiración de los “bolardos”, esas balas de cañón que están invadiendo todas nuestras calles y provocan el constante traspié de autos y peatones? ¿Es que acaso el Casco Histórico fue alguna vez una fortificación, una ciudadela? ¿Y la frenética proliferación de faroles de compadrito, como los que dibujaba Caloi?
Faroles, para colmo, que enceguecen con sus luces led, que de tan potentes convierten al barrio en un set de filmación al aire libre. Por cierto: el set, la escenografía de un corto publicitario de cerveza, ya que bares y cervecerías son hasta ahora los únicos favorecidos con un plan que sólo parece tener como objetivo impulsar un gigantesco “polo gastronómico”, como tanto le gustan a la administración del ahora presidenciable Rodríguez Larreta.
Este “falso histórico”, como lo denominan los arquitectos, sirve en todo caso a los efectos de un turismo ciego, que se tropieza con unos adoquines mal puestos de apuro y que deambula entre las pilas hediondas de basura generadas por restaurantes y comederos, que no asumen ninguna responsabilidad por la desproporcionada cantidad de residuos que generan. Y para los que el gobierno porteño hace rato que no tiene ningún “plan” de contingencia.
Los vecinos y vecinas nos hemos movilizado, hemos peticionado y hemos incluso hecho presentaciones judiciales, que por supuesto terminan siempre en el infranqueable muro del blindaje mediático-judicial del que goza la administración Pro. La destrucción del Casco Histórico está en marcha hace rato y da toda la impresión de ser inexorable, pero ver frente a mi ventana cómo dos árboles añosos y queridos corren el riesgo de caer por pura negligencia y codicia es algo difícil de tolerar sin compartir al menos unas líneas que les sirvan de epitafio.