En un contexto de reconocimiento de derechos y de promoción de bienestar animal, retornan --una vez más-- las discusiones alrededor de los zoológicos como sitios de cautiverio. ¿Está bien que sigan existiendo? ¿Cuáles siguen funcionando en Argentina? ¿Qué prácticas se modificaron para evitar que los ejemplares solo estén destinados a brindar espectáculos? En el presente, las infraestructuras victorianas conviven con otros recintos más modernos que, bajo nominaciones distintas (ecoparques, parques temáticos, santuarios o reservas), prometen mejorar las condiciones de vida. Y justifican su funcionamiento a partir de un propósito educativo; después de todo, dicen, “nadie puede aprender a cuidar aquello que desconoce” e insisten en proteger, de esta manera, a las especies en peligro de extinción. Sin embargo, ¿cuál es el precio de esta protección?
Durante décadas, la negligencia de los administradores (públicos y privados) de los zoológicos se entremezcló con la alegría de las familias, que disfrutaban de observar (de alimentar y acariciar, en algunos casos) animales excepcionales. Pero el problema es la falta de planificación y ordenamiento: a la fecha, el país carece de una estrategia que regule las prácticas en el rubro. “Argentina no tiene una política nacional que luego pueda ser compartida con las provincias y los municipios respecto de hacia dónde vamos en materia de exhibición de animales y su empleo para educación ambiental, así como en relación a la modernización del concepto del zoológico y la adecuación a una concepción más propia del siglo XXI”, señala Sergio Federovisky, viceministro de Ambiente de la Nación, en diálogo con Página 12.
El zoológico de Luján, clausurado por la Brigada de Control Ambiental (BCA) del Ministerio de Ambiente, constituye un ejemplo de mal manejo. Según las denuncias realizadas por la cartera existían, en apariencia, inconsistencias entre los animales declarados y los que efectivamente formaban parte del lugar. También formaban parte del menú de acusaciones el maltrato animal y el presunto tráfico. Sin mencionar las populares cruzas entre leones y tigres, los “ligres”. Actualmente, la institución continúa cerrada al público, en el marco de un procedimiento convalidado por la justicia en dos ocasiones.
Casi una selva
La situación es disímil en todas las provincias. En Tucumán, de manera reciente, se presentó un proyecto legislativo para evitar la apertura de los establecimientos de exhibición animal, que estipula un lapso de cuatro años para que los preexistentes reconviertan su funcionamiento. La iniciativa surgió como respuesta al estado en el que se encontraban los ejemplares en la Reserva de San Pedro de Colalao.
Así, en una etapa de transición, los jardines zoológicos tradicionales conviven con otros que adecuan su funcionamiento a los tiempos actuales. En esta línea, aunque existen normas vigentes --como las leyes nacionales de Conservación de la Fauna (22.421), de Protección de los Animales (14.346) y la adhesión al convenio sobre la diversidad biológica de Naciones Unidas (24.375)-- no garantizan el bienestar de los animales exhibidos en cautiverio.
Así lo advierte Federovisky: “Lo concreto es que no existen normativas en materia de zoológico. Tenemos una gran anarquía entre zoológicos privados, provinciales y municipales. En definitiva, cada uno termina siendo permeable a las presiones que recibe por parte de la sociedad en la que se desenvuelve, y adopta medidas en función de ello”. Luego continúa: “Desde Ambiente bregamos porque haya una normativa de bienestar animal, un parámetro de presupuestos mínimos. Hay que regular cuáles serán las condiciones de cautiverio y el perfil que deberán tener las instituciones en las que se exhiben”. En general, asegura el funcionario, las reformas que ha habido son caóticas: “Hay desde ecoparques a reservas, pasando por zoológicos convencionales aunque con jaulas más modernas”, destaca quien también se ha desempeñado como biólogo y comunicador.
El Ecoparque BA (Palermo) inició ese proceso de transición en 2016, cuando reemplazó al Jardín Zoológico de Buenos Aires. Hoy provisto de carpinchos, monos, patos, algún camello, jirafa y ñandú, se trata de un espacio que debió reconvertirse en medio de polémicas de público conocimiento. Dos de los casos que estuvieron en la agenda mediática fueron el de Sandra, la primera orangutana en el mundo en ser declarada persona no humana por un tribunal, y en 2019 trasladada a EEUU; y el de Winner, el último oso polar, que falleció víctima de las altas temperaturas y el estrés con la pirotecnia en la Nochebuena en 2012.
“Tanto el Ecoparque BA como Temaikén, el de La Plata o el de Mendoza, representan una búsqueda de adecuar la lógica de los zoos antiguos a las demandas del siglo XXI, en relación al vínculo que los humanos establecen con los animales. Sin embargo, todos los ejemplos son distintos, tienen perfiles diferentes y todos tienen problemas que resolver aún”, detalla Federovisky.
A favor y en contra
Más allá de que se haya reconocido que los zoológicos son sitios que no garantizan el bienestar de los animales (premisa que, entre otras cosas, promovió el cierre o la reconversión de buena parte de estas instituciones), aún persisten voces a favor de estos espacios de cautiverio. Entre las razones comunes, quienes defienden su funcionamiento sostienen que no se debe pensar en la vida natural como un paisaje idílico sino todo lo contrario. En el presente, se trata --más bien-- de escenarios complejos con múltiples amenazas: el cambio climático, la contaminación, las epidemias, las capturas accidentales, la caza. Frente a ello, los ejemplares que están en el zoológico tienen veterinarios a disposición, viven (al menos en teoría) en mejores condiciones e, incluso, viven más.
Asimismo, los defensores de mantener lugares como los zoológicos plantean que si se genera conocimiento, también se contribuye a proteger la diversidad porque, después de todo, nadie puede aprender a proteger aquello que desconoce. Los zoológicos son espacios, desde esta perspectiva, en los que se producen saberes que benefician a toda la población. Su función educativa consiste, por lo tanto, en la concientización del público: una audiencia que, en muchos casos, va a divertirse y a entretenerse y culmina por llevarse aprendizajes sobre el mundo natural.
Por su parte, los argumentos en contra de estos espacios de reclusión se vinculan con que no garantizan el ejercicio de un derecho fundamental: la libertad. Además, sus detractores plantean que los zoológicos son espacios cuya infraestructura fue diseñada para que los animales sean exhibidos y no para asegurar su confort. De manera que, al brindar un espectáculo, desde un punto de vista sociológico comúnmente aplicado a los humanos, es posible apuntar que estos también “son cosificados”.
En relación al potencial divulgativo/educativo de los zoológicos, quienes se oponen a su funcionamiento señalan que verlos en esas condiciones de encierro no contribuye a comprender cómo funciona la naturaleza. Contar con veterinarios y no tener depredadores son dos aspectos que no replican los escenarios reales. Por último, aunque entre sus objetivos son instituciones que “buscan representar la biodiversidad del planeta”, solo están las especies más taquilleras.
“Son varias las discusiones que tenemos que saldar. Primero, si vamos a querer zoológicos o no los vamos a querer. Después, si la respuesta es afirmativa, tenemos que definir qué tipo de zoológicos vamos a querer. Cambiar la nominación de zoológico por parque temático, reserva o santuario no necesariamente implica una transformación subyacente. En última instancia, tendremos que definir qué se persigue con la exhibición de los animales: si la meta es educativa, reproductiva, si habrá fauna autóctona o exótica. No alcanza, como algunos creen, con solo decidir el tamaño de las jaulas”, expresa Federovisky.