Finalmente había bajado la temperatura y pensé que era buena idea salir a caminar de noche. Mientras agarraba las llaves sonó el teléfono: era Carlos Girotti.

-Hola, tenemos que hablar, ¿podés en una hora donde siempre?

Conociéndole los tonos, no había un “no” por respuesta.

Así que allí estábamos, sentados en la vereda de un pub irlandés de San Telmo, donde después del segundo trago dijo muy serio: “hay un viejo amigo, un compañero, lo tengo hace tiempo perdido entre el monte y el río. Me preocupa”.

A la mañana siguiente llegamos a Atalaya, un pueblo cercano a General Madariaga, que está efectivamente entre el monte y el río.

Mientras dábamos vueltas por el pueblo, tratando de adivinar dónde quedaba la casa de su amigo, descubrí que Atalaya es un pueblo bonito, prolijo, y a diferencia de otros pueblos, los bares y distintos locales tienen estilos muy actuales. Cualquiera podría suponer que las noches en ese lugar valen la pena.

Cuatro vueltas después llegamos por un camino arbolado a la casa de su amigo, que a tiempo de saludar con sorpresa, explicó que ahí hay mala señal de celular y que ésa también era una de las razones por las que, tras el síncope cardiaco de hacía cinco meses, había decidido mudarse definitivamente.

El amigo en cuestión es Xavier Kriscautzky, fotógrafo, que en 1976 había sido declarado subversivo y salió a Brasil en 1977, donde vivió de la fotografía, y que además juntándose con otros argentinos, chilenos y brasileros que también estaban en riesgo, hacía (entre otras cosas) documentos falsos para proteger a quien lo necesitara. Y de ahí al documental fotográfico había un paso: “me influye muy fuerte lo social, y entonces necesito dar testimonio de lo que se vive, y claro, luego mis fotografías intentan influir en lo social. La fotografía, la imagen, influye definitivamente en las sociedades y hay ejemplos claros de eso. Mirá lo que pasó con los yankys y Vietnam: con las primeras imágenes eran los héroes, se publicaban las fotos de los 'héroes que partían a salvar el mundo' y cuando comenzaron a aparecer las fotos de las barbaridades que hacían, recibían muy mal a los ex combatientes, y cuando después aparecieron las fotos de las bolsas negras y los cajones con los muertos, fue un desastre”.

Todo en la casa de Xavier remite a la fotografía. La palabra “todo”, incluye hasta la Polaroid de la que sale el papel higiénico en el baño. Sabe que la fotografía, al igual que la ciencia, nunca es neutral, y por lo tanto no existe el fotógrafo inocente: “al documental me lleva lo que veo y la certeza de que la fotografía es memoria, desde lo social hasta lo familiar. Nosotros sabemos cómo eran nuestros abuelos o bisabuelos, porque los vimos en fotos, sabemos cómo eran las razas que fueron arrasadas porque las vimos en fotos. Yo fotografié pueblos antes de que desaparecieran, y es más, he visto sufrir el desarraigo antes de la partida, porque había pueblos que desaparecieron antes de que sus habitantes se marcharan cuando,  por ejemplo, dejaba de pasar el tren. Hay fotos de eso.”

Xavier Kriscautzky volvió a la Argentina en 1982, a trabajar en Catamarca, y de ahí a La Plata un año después. Y el ojo comenzó a mostrarle historias que contar. El libro “La Fazenda de Algodón” muestra la brutalidad descorazonada del trabajo infantil y en la obra “El Interior del Interior” el desarraigo de gente que se queda sin pueblo donde habitar mientras pisa la tierra de ese propio pueblo que ya no existe.

Fotografía, imprime, y publica porque “la foto es memoria, como te decía. Imprimir es necesario. Hoy la costumbre de sacar fotos con los celulares atenta contra la memoria básica, que es la foto familiar. En general eso no se imprime, el celular se pierde o se jode y no queda registro de esa parte de la vida. Se perdió la foto física”, y muestra entre otras una foto de él muy joven y con brillo en los ojos. Y sonriente.

“Siempre andaba por ahí, tomando registro de la patria. Me preocupa, me gusta, me entusiasma, me duele, me pasa de todo. Necesito sacar fotos”, y mira para arriba, recuerda algo, nos mira a Carlos y a mí como buscando una respuesta y encuentra en su cabeza lo que buscaba: “carajo, se queman las empanadas!”. Así que entre bocado y risas llegan las anécdotas: “en el 2004 me llamaron para colaborar con un registro de la Facultad de Ciencias Agrarias. Era un trabajo de fotos, y descubrí a los que hacen el vino de la costa. ¡Ahí había fotos siempre! Y surgió la obra 'Viñateros'. Hay mucho para ver todo el tiempo”.

Xavier Kriscautzky es un hombre entusiasmado, tanto con lo que se puede hacer como con lo que hizo: “con el pueblo mocoví hice un documental también, y cuando imprimí decidí que la primera exposición tenía que ser allí mismo, y la hice. La cara de esa gente viéndose es algo que me llevo conmigo”.

Entre sus muchos premios figuran el Premio Nacional de Artes y Ciencias, y la beca del Fondo Nacional de las Artes “que fue un premio muy feliz, porque pude financiar un proyecto que era hacer el diario del barrio, en fotos. Se llamaba 'El Diario de San Lorenzo', tiraba cuatro mil ejemplares y era una fiesta. Contar el barrio, verlo, que se vieran, que quedase registro histórico en imágenes, desde un Santa Claus, que era el ciruja el barrio, hasta el verdulero que tenía tres esposas. En todos lados pasa de todo, y me gusta mostrarlo. Por ejemplo, estuve en Palmares, donde las tumbas son de colores. En las ciudades las tumbas son grises, allá no y tienen un sentido: si son rojas, el finado era devoto del Gauchito Gil, si son negras, de San La Muerte, si son azules, de la Virgen de Itatí”.

Xavier habla y va y viene y saca fotos como de una galera, y cuenta cosas, historias, gentes, pueblos, presencias y ausencias de aparecidos y desapariciones. Y siempre con una sonrisa. Pero se hace de noche y toca volver por la ruta que nos trajo adonde no estaba perdido, sino “un poco guardado y con poca señal, pero pensando cosas y viendo cómo hacerlas”.

 

Nos despide desde el dintel de la puerta, con una mano levantada, sonriendo. Y con un brillo en los ojos.