Salgo a la calle a buscar unos duraznos y alguna otra fruta de color apetecible. Mis ojotas caminan unos pasos y me encuentro con ella. Una anciana flaca, con ropas raídas y un bolsón semivacío. Tiene una remera vieja bien ajustada a los huesos. Su pelo es color ceniza, pero su mirada está encendida. Su resquebrajada boca va murmurando una canción. Una dulce canción. Su mano izquierda aferra una escoba o, mejor dicho, los restos de una escoba. Un palo de madera sin cabellos, descabellado. “Pac, pac, pac”, golpea el palo sobre la vereda rota, acompañando su canción.
La anciana se va alejando, se lleva la música, la percusión de la tarde. El sol se va acunando con su canto. Un coro de pájaros la sigue. ¿Se irán a dormir a las ramas de su alma? Entonces me pregunto “¿qué es la locura?”, mientras la coplera de ciudad y su melodía pedestre doblan por Ayacucho.
Entro al supermercado. Saludo a la cajera y al chino. Voy a la verdulería. Una sandía recién cortada parece sonreírme. “¿Tenés duraznos?”, le pregunto al verdulero, y me dice que ahora los va a buscar al fondo. Me quedo esperando. En una radio vieja, contigua a la balanza, suenan Los Redondos. “Hoy se está realmente bien”, pienso. Hasta que escucho una voz áspera detrás de mí, que grita: “¿Dónde está la otra cajera?”. Me doy vuelta. Veo a un tipo, treintañero, ubicado en el quinto o sexto lugar de la cola. El tipo sigue gritando: “Qué raro ustedes… ¡A este país se viene a laburar! ¡Mi abuelo se vino de Italia a laburar! ¡Mirá, mirá cómo se ríe la chica!”.
La cajera, la “chica” en cuestión, no se está riendo. El tipo sigue esperando y yo me pregunto en qué día se desvaneció la alegría de sentirnos “Campeones del Mundo”. Finalmente, le toca el turno al tipo. La cajera pasa la mercadería raudamente, como queriendo sacárselo de encima lo antes posible. “Tomá, pasame la tarjeta”, le ordena el tipo resoplando, y le tira la tarjeta sobre una libreta. ¿Qué carajo quiere? ¿El regreso a la época de la esclavitud? Ahora estoy más cerca de saber qué es la locura.
Imagino que el chino agarra la mermelada de ciruela que está detrás suyo y la arroja a la cabeza del sujeto, para endulzarle las ideas. El tipo se desmorona y su cráneo golpea, con el sonido de una bocha, sobre el piso. Dos chinos vienen corriendo e introducen el cuerpo en una bolsa grande, que hasta hace un rato tenía papas. Se lo llevan hacia el fondo y lo dejan cerca, muy cerca, de la carnicería. “Sangre y mermelada: Chino asesina a un ciudadano que solo quería pagar”, titulará el noticiero de la noche. El chino termina en la cárcel, siempre en la oscuridad.
Retorno a eso que llaman “realidad”. El tipo todavía está aquí. ¿Acaso un pobre chino podría acabar con tanta soberbia? El tipo agarra las bolsas, acomoda la tarjeta entre varias tarjetas y se marcha hacia Colón, en dirección contraria a la anciana que vi pasar. Se va a disfrutar su tiempo o, me arriesgaría a decir, a padecer su tiempo.
El chino, la cajera y yo nos miramos, sin encontrar palabras. Un triángulo equilátero de bronca, suavizado con tristeza. La sandía ya no me sonríe. Parece chorrear sangre. Lentamente, el río marrón de la vida recupera su cauce. El chino agacha la cabeza y escribe algo en su libreta. La cajera ordena unos pocos billetes. Y yo me quedo allí, naufragando en un mar de sensaciones, con el canto de coplera atragantado, en la agridulce espera del durazno.