Si David Cronenberg es el realizador del “horror corporal” por antonomasia, Dead Ringers (estreno el próximo viernes por Prime Video) es una singular mutación de su filmografía. La remake seriada de Pacto de amor pervierte aquella historia protagonizada por Jeremy Irons aunque su premisa sea la misma. En aquel del thriller, el inglés encarnaba por partida doble a unos doctores y gemelos que utilizan unos instrumentos dignos de H.R. Giger en embarazadas. Pero ya no es 1988, y la entrega creada por Alice Birch (Normal People y Conversations with Friends) es muy consciente de ello. Alteración genética, el personaje principal para Rachel Weisz, discurso woke e individualismo al mejor postor –por mencionar algunas cuestiones- aparecen como malformaciones en estos seis episodios. Y hablar de anomalías, en este caso, es el mejor homenaje posible al director canadiense.

Elliot y Beverly Mantle comparten mucho más que el ADN. Son referentes en el campo de la obstetricia y reproducción asistida, por lo que pasan el día practicando cesáreas, usando fórceps cuando es inevitable, sosteniendo nonatos, maldiciendo al sistema que trata a las embarazadas como máquinas para parir. Su intención es crear una clínica que contenga “una versión radical” para la salud de las mujeres e incluya un laboratorio de avanzada sobre embriones. Para crearla van a necesitar de una benefactora (Jennifer Ehle) más interesada en hacer billetes que en las implicaciones éticas de la empresa. “¿Querés tener mellizos, trillizos?, ¿querés detener la menopausia?, ¿querés esperma femenino que te haga crear un bebé desde la nada?, ¿querés que te atemos la vagina y te saquemos un bebé del ombligo?”, dice una hiperexcitada Elliot. Queda claro que la nueva perspectiva de Dead Ringers obliga a un cambio de perspectiva y sentido desde su génesis XX.

“Es imposible explicar esta relación a alguien que esté afuera de ella”, explica una de las “baby sisters”. Tan parecidas y enmarañadas que les divierte cambiar personalidades retocándose el peinado o para insultar a quien las provoque. Eso sí, Elliot, tiene un apetito voraz y sin límites por todo lo que tenga delante (comida, sexo, drogas, personas, bioética). El proyecto de la más centrada de las dos, en cambio, tiene otra explicación. Beverly lleva varios abortos espontáneos, por lo que su deseo postergado converge con una mirada más humanista de la cuestión. “Los bebés no son comida rápida”, desliza en un pasaje. Al igual que en la película, hay otra alma llamada a alterar su simbiosis. Genevieve (Britne Oldford) será el objeto de deseo de Beverly, ergo, la maldición para Elliot. Sin embargo, una diferencia apreciable con la obra de Cronenberg aparece en la ramificación familiar de las Mantle y su plan de “intercambio total” es ciertamente diferente al del film.

Es más, Dead Ringers no tiene solo en su espejo a Pacto de amor. Su puesta en escena, sonido y tono homenajea a otras obras de culto de los ’80. Esa frialdad estética afín tanto a El ansia (Tony Scott; 1983) como Bret Easton Ellis, o el “Tainted Love” de Soft Cell presente en su soundtrack. La larga secuencia de la cena con los posibles inversores en el segundo episodio parece un homenaje a la de Beetejuice de Tim Burton. Aunque aquí no se baile el “Banana Boat” pero sí aparezca un grupo de snobs con sus cráneos trepanados, se deslicen algunos comentarios sobre la crisis de opiáceos y se hable del sistema perverso que rige a la industria del embarazo. Con un humor tóxico, la entrega se reserva algunos dardos a la masculinidad (a la tóxica pero también a la deconstruida) y al negocio detrás de la subrogación de vientres. “Es tu cuerpo, tu decisión”, lanza una de las hermanas mientras escanean a una embarazada que está por tener el quinto hijo para una ricachona. La visceralidad de Dead Ringers no pasa sólo por ambos manchados de sangre.