“Este bandoneón me acompaña desde hace años. A veces me hace llorar, a veces me habla, pero nunca termina de decirme todo. Será porque así me cuida”. Mientras revelaba intimidades de ese diálogo fecundo e inagotable con su instrumento, Dino Saluzzi lo acomodaba cuidadosamente sobre la franela roja que cubre sus rodillas. Enseguida estiró los brazos sobre el atril, acomodó las partituras, miró a sus compañeros. A su derecha estaba José, su hijo, guitarrista, con el que hace años toca. A su izquierda, Jacob Young, guitarrista noruego, uno de los créditos del jazz escandinavo de estos días. El viernes, en Café Vinilo (Estados Unidos 2483), el trío ofreció las dos primeras funciones de un ciclo que continuará el próximo sábado. Un encuentro que sirvió también para mostrar la música del disco que están preparando: obras de Dino y Young, que pronto comenzarán a grabar.
“Acá está mi patria”, agregó Dino rasgando el silencio del público expectante, estiró el fueye y con “Y amó a su hermano hasta el fin…” se dispuso a comenzar otro ceremonial del tiempo. El tiempo que custodia a su música, que no es sino su memoria, sustanciosa y cabal. El tiempo sobre el que su ejecución se demora buscando el instante que inaugure la perfección del detalle. El tiempo, que para quienes llenaron lo que fue la sala de una casona de Barrio San Cristóbal, de pronto se suspendía.
Lo que fluía laboriosamente del bandoneón, enseguida reverberaba en las guitarras. José Saluzzi con cuerdas de nylon y Young con la eléctrica --y una discreta pedalera de efectos-- iban engarzando con cuidado de orfebres cada una de las notas que Dino elegía desde la convicción de su inspiración y la autoridad de su experiencia. En el arte del trío, la música se envolvía y se desenvolvía sin negarle oportunidades al silencio y al repentismo y entre herencias y adquisiciones fue conteniendo la quietud del paisaje del Saluzzi crepuscular. Una quietud que de pronto podía vibrar con un fraseo conmovedor, una gatillada gloriosa, el gesto único e irrepetible de quien canta y sueña en complicidad con las sinuosidades del tiempo.
Más tarde, en la misma tónica emotiva, llegaron el valseado “Mónica” y “Buenos Aires 1950”, un recuerdo de los años en que el bandoneonista era parte de la Orquesta de Radio El mundo. También, como quien pasa de casualidad y entra, llegaron algunas zambas improvisadas y una melodía de Francisco De Caro que se fue armando a medida que la admiración animaba el recuerdo. Cosas de la memoria, regresos que entre otras cosas permiten comprender la genealogía del sonido de Dino, una música que en su transparente quietud cifra la fibra poderosa de una identidad precisa.
También hubo espacio para la música de Young. El guitarrista noruego está cumpliendo su segundo viaje en Argentina, tierra que aprendió a conocer antes de llegar por primera vez, a partir de la música de Piazzolla y el mismo Saluzzi. Young, clase 1970, pertenece a la generación sucesiva a la del saxofonista Jan Garbareck, el guitarrista Terje Rypdal y el baterista Jon Christensen, entre otros músicos escandinavos que sin imitar al jazz norteamericano abrieron y mostraron otro lugar posible para un sonido con rasgos propios. Desde ese lugar, son muchas las correspondencias entre la música de Young y la de Dino, en particular por la franqueza melódica, como quedó sentado en temas como “Dino is here”, un claro homenaje, y “Old House”. En el final, “Some day my prince is come”, la canción de Blancanieves que se convirtió en estándar de jazz, podía sonar como extraña, pero la dinámica del trío la llevó al propio territorio, poniendo la improvisación entre el silencio y la transparencia.
Escuchar a Saluzzi es siempre acercarse a lo más sensible de esa herencia “grande pero incompleta”, como alguna vez él mismo definió a la música argentina. A los 88 años, el músico salteño hace de memoria corazón. Y prepara un nuevo disco.