Borges la animó a publicar - y la prologó- y Victoria Ocampo la proscribió; se casó con el hermano de Olivero Girondo; se crió un tiempo en Italia con su hermana y su esposo - el conde di Cinzano, el del vermú- pero nació en Francia, hija de argentinos con abolengo. Por el lado materno era descendiente de Juan Manuel de Rosas y de los escritores notables Eduarda y Lucio V. Mansilla. Por lado paterno, su árbol llega hasta el músico Amancio Alcorta, uno de los primeros compositores de la patria. La elogiaron desde Albert Camus hasta Éric Rohmer y la lista de nombres célebres puede seguir. Parecería que, para hablar de Gloria Alcorta, narradora y artista plástica, poeta y periodista, francesa y argentina, siempre hay que anteponer a otras personas. Como si hubiera quedado aplastada por tanto peso pesado, hoy su obra es prácticamente desconocida a pesar de haber estado en el centro de la escena literaria francesa de los ‘60 y haber ocupado lugares de privilegio social y cultural en Argentina. “Nadie sabe cómo se adereza el olvido, pero su caso resulta uno de los más notables horneados por el infiernillo letrado”, escribe sobre Alcorta Christian Kupchik, traductor, poeta, filólogo y responsable del sello Leteo. Kupchik es, además, un rescatista literario y es en este rol que resucitó a Alcorta en Hotel de la luna y otras imposturas, una selección de sus relatos prologada por el propio editor y epilogada con fotos, extractos de entrevistas y críticas de sus coetáneos. Es que el contexto es tan importante como accesorio, es decir, explica su lugar social pero no lo insólito de su literatura. Difícil para críticos y lectores de a pie empezar a trazar comparaciones y correspondencias: los relatos de Alcorta son un acontecimiento: se parecen a muy poco. O mejor dicho, son una mezcla extraña de rasgos que tienen más que ver con una imaginación desorbitada que con una tradición. Se habla de su realismo alucinado, o de un fantástico criollo - cercano al de Silvina Ocampo, de quien fue amiga y admiradora- y también podría decirse que su literatura encaja en el gótico, incluso en el género negro. Empezó a escribir en su cabeza desde muy chica, al mismo tiempo que empezó a pintar y a aprender música. Se quedó huérfana de madre a los 12, leía muchísimo y tenía talento para todo. “Yo era una niña solitaria, y creo que comencé a inventar personajes para tener compañeros de juego. Los caminos se cruzaron, seres de sangre me cercaron. Desde ese momento compongo fábulas”, cuenta Alcorta en el libro Conversaciones con Olga Orozco coordinadas por Antonio Requeni (1997). Esas fábulas primero fueron poemas en francés que tenía bien guardados hasta que un Borges treintañero, fascinado con la belleza e inteligencia de la chica recién llegada de 17 años -amadrinada por Angélica y Silvina Ocampo- la animó a publicar. Que sus poemas estuvieran en otra lengua le pareció un detalle y así apareció La prison de l’enfant en (1935) con prólogo suyo. No escatimó en halagos: “En una época, y en un hemisferio, en que la torpeza es la apuesta notoria del genio, es sorprendente que el universo poético y sintáctico que nos propone Gloria Alcorta empieza -yo diría casi insolentemente- por la perfección”. El libro fue recibido con aplausos en Francia y celebrado por poetas de la talla de Jules Supervielle.

Al año siguiente de su debut literario se casó con el escultor Alberto Girondo Uriburu y empezó una vida repartida entre la maternidad de sus tres hijos, las artes plásticas - fue una escultora premiada- y la escritura, también premiada. Su segundo libro de poesía Visages obtuvo el Prix Rivarol y fue traducido al español por el mismísimo Rafael Alberti. Pero un día se enfermó y como estaba aburrida escribió un cuento. Se lo mostró a sus faros literarios - Angélica, Borges, Silvina- y éstos la animaron a escribir más y publicar. Tenía un mundo original y una voz rara, quizás deudora de ese vivir, pensar y sentir entre dos lenguas, que hace que tanto su sintaxis como su uso del lenguaje descoloquen. La consagración - y su casi expulsión de Argentina- llegó en 1958 con la publicación de “Hotel de la luna y otras imposturas”, ocho relatos largos divididos en tres partes, que la nueva edición retoma -y amplía con cuentos de otros libros- y donde ya aparecen sus temas y personajes. Sus cuentos oscilan entre ritmos vertiginosos, como si avanzaran a las zancadas, y tiempos detenidos donde se dan escenas y diálogos que podrían salir del teatro del absurdo. Los telones de fondo suelen ser casas y pueblitos de una provincia fantasmagórica, ciudades portuarias sórdidas, países lejanos inventados. La mayoría de sus personajes son mujeres -abandonadas, deseantes, inteligentes, explotadas, a veces brujas- destinadas a desenlaces complicados.

Alcorta, a pesar de haber vivido en ambientes de privilegios y rodearse de mujeres con peso propio, sabía mucho sobre destinos inexorables y desigualdades. Sus personajes suelen tener, además de un contexto social que los determina, mucho espesor interno. En sus relatos (“El hotel de la luna” y “La gran laguna” son obras maestras) se mezcla el misterio y las vueltas de tuerca –ella era una gran admiradora de Henry James- y la complejidad psicológica, y también admiraba a Kafka y Virginia Wolf- que alternan lo filosófico y lo mundano en ambientes de extrañamiento, siempre a punto de entrar en lo fantástico pero sin meterse del todo. La popularidad literaria llegó no exenta de problemas. Al parecer Victoria Ocampo se tomó personal su crítica a la oligarquía y logró que no la publicaran más en Argentina. Esto motivó que Alcorta volviera a Francia, donde empezó a trabajar como corresponsal de cine para el diario La Prensa, obtuvo el premio Médicis a mejor obra extranjera, y se rodeó de los escritores más prestigiosos del momento, además de seguir produciendo literatura. Hasta los ‘90, escribió de forma ininterrumpida y publicó Argentina y en Francia cuatro libros más de relatos, una novela y la nouvelle La pareja de Nuñez. Siguió ganando premios franceses y reconocimientos de la crítica pero por algún motivo tan misterioso como su cuentos, su obra, partida en dos como ella, se fue sumiendo en el silencio. Incluso su muerte a los 96 años en Buenos Aires pasó bastante desapercibida.

Hoy, en un contexto social y literario muy favorable a lo cruel y lo extraño, vuelve a la vida quien dijo: “Escribo para engañar a la angustia, porque tengo miedo, para no naufragar, para sentirme viva, todavía un poco, y con la esperanza de que en el momento deseado, el amigo desconocido me tienda una mano desde un continente a otro”.