Hugo Alconada Mon se recibió de abogado, aunque es más conocido por sus extensos años de labor periodística. Recientemente, con la publicación de su primer libro de ficción, mostró otra versión de sí mismo. “La ciudad de las ranas” es una novela histórica situada en la fundación y construcción de la ciudad de La Plata. La trama expone los conflictos políticos y sociales que la rodearon, la disputa en sordina entre el presidente Julio Roca y quien aspiraba a sucederlo, el gobernador Dardo Rocha, y las durísimas condiciones a las que eran sometidos los trabajadores, casi todos inmigrantes.
Alconada Mon, sobra decirlo, es platense. Muy platense, tal vez a su pesar. Tanto como para ser pincharrata y tener un bisabuelo fundador de Gimnasia. En la historia que narra, como sólo un hijo de la ciudad de las diagonales puede hacerlo, la naturaleza es una amenaza casi permanente. Hay sudestadas, los arroyos desbordan, el viento deshace en segundos lo que los hombres lograron construir con esfuerzo, el barro y los mosquitos son parte del elenco estable. Construir una ciudad sobre un pantano es un desafío a la naturaleza y sus inclemencias. Casi, una provocación.
Con la lectura de “La ciudad de las ranas” aún fresca y apenas pasadas semanas del 2 de abril, la fecha del décimo aniversario de la última gran inundación, la pregunta que surge no es por qué se inundó La Plata sino cómo no se inunda más seguido.
—En tu libro, el agua, el barro y la lluvia son elementos recurrentes. Desde el punto de vista técnico, ¿el lugar donde se edificó la ciudad fue una mala elección?
—La decisión de dónde edificar la ciudad fue por lo menos cuestionable. La zona se llamaba “las Lomas de la Ensenada”. Y, si hay lomas, obviamente, también hay bajíos, zonas pantanosas, bañados, mucho más. La zona estaba atravesada por varios arroyos: el Pérez, el Regimiento, el Gato, el Pescado y varios más. Entonces, al menos se puede dudar de la decisión. De hecho, tuvieron que cambiar la plaza mayor del lugar donde estaba inicialmente prevista.
—¿Cuál fue la relación histórica de los platenses con sus arroyos? ¿Negación? ¿Indiferencia? ¿O hubo distintas etapas?
—Hubo distintas etapas en los distintos arroyos y zonas. Al principio, se utilizaban intensivamente para la pesca, hay registros de eso, para bañarse, para lavar la ropa, para beber. También hubo planes para canalizarlos, utilizarlos y aprovecharlos, pero después vino la época en que les dimos la espalda, los ignoramos o los entubamos. Sin embargo, todavía hoy, por ejemplo, El Pescado, en la zona de Ignacio Correa (pequeña localidad rural al sur de La Plata), sin llegar a ser un atractivo turístico, sigue siendo un activo, un punto interesante. Por eso creo que la relación del platense con sus arroyos en ambivalente.
—¿La generación del 80 tenía una relación conflictiva con la naturaleza?
—Depende lo que entendamos por conflictiva. Una relación desafiante, sí, hay que recordar el contexto histórico. Querían avanzar hacia el sur que consideraban desierto, de allí la conquista del desierto, en un momento intentan la zanja de Alsina. Hubo muchos intentos de dominar la naturaleza: el puerto de Buenos Aires, el puerto de La Plata, la canalización de arroyos. En los primeros años de la ciudad, la lucha era por controlar las crecidas del arroyo El Gato.
—¿Cómo se lleva lo “muy platense”, vinculado al orgullo de ser ciudad capital, con el hecho de vivir arriba de un pantano?
—Desde lo simbólico, lo platense no tiene relación con los pantanos porque nunca se lo miró de ese modo, ni se lo consideró como un activo o como algo valioso. En algunos casos se lo consideró un disvalor y la amplia mayoría directamente los ignoró. Se valoraron mucho más otros aspectos, como el eje de la ciudad universitaria, o el diseño de la ciudad concebida y soñada, o el patrimonio arbóreo, por los tilos y demás. A los pantanos, en La Plata, se les prestó poca atención, tan poca como a los inmigrantes. Se le prestó mucha más atención a los inmigrantes en Berisso y Ensenada que en La Plata.
—¿Hubo inundaciones anteriores?
—Si, hubo infinidad. Hay un muy buen libro sobre el tema del ingeniero hidráulico Pablo Romanazzi y Pablo Morosi ("Genealogía de una tragedia", Editorial Marea). Hay registros del período fundacional. Por ejemplo, días antes del 19 de noviembre de 1882 hubo un temporal que inundó todo. De hecho, obligó a mover de lugar la plaza mayor. Originalmente estaba cerca de 12 y 40, que en 2013 tuvo casi dos metros de agua, y la movieron a Plaza Moreno. Hubo otras, en el libro cuento una que causó el desplome de uno de los muros del entonces Banco Hipotecario, actual sede del rectorado de la UNLP, donde hubo obreros muertos. De manera que ya entonces había registro de las zonas inundables.
—¿La inundación de 2013 que mencionás, es una herida colectiva abierta o pudo ser procesada?
—Creo que la inundación de 2013 quedó como una marca generalizada, pero no sé si plantearla como una herida, salvo en aquellos que tuvieron vínculo directo con lo peor de los daños que generó. Daños humanos, aquellos que perdieron familiares o amigos y, en segundo lugar, daños patrimoniales. Para el resto, creo que está más en el plano de la anécdota o de la vivencia.
—¿La inundación golpeó más a los más vulnerables, como en tu novela, o atravesó clases sociales?
—Creo que afectó a todas las clases sociales, pero pegó más fuerte en los sectores más carenciados, especialmente los que estaban asentados a la vera de los arroyos. Pienso, por ejemplo, en la zona de 31 y 522 o 523, los que estaban sobre avenida 7 a la altura de Ringuelet o en Villa Elvira. En las zonas más vulnerables económicamente, el agua arrasó y la gente perdió todo. En otras zonas, otras clases sociales también fueron golpeadas, pero tenían otra espalda, otros recursos, otras redes de contención que les permitieron ponerse de pie nuevamente más rápido. A la vera de los arroyos, el golpe, además de duro, fue permanente.
—Punta Lara o Punta Indio, ahí nomás, le recuerdan al platense la potencia de la naturaleza. ¿Te imaginas un proceso inverso, en el que la naturaleza recupera el terreno que el hombre le ganó?
—Sé, me imagino ese proceso inverso. Creo que es una realidad posible, en la medida que seguimos desatendiendo a la naturaleza, descuidándola y descuidándonos. Lo ves con cada sudestada, con cada lluvia torrencial, lo ves en múltiples oportunidades. La naturaleza muestra su potencia. Si nosotros, como habitantes de esta región, no estuviéramos atentos, la naturaleza recuperaría terreno rápidamente.
—¿Cuánto crees que contribuyó la inundación a que cambiara el ciclo político a nivel local en 2015? ¿O hubiera ocurrido lo mismo sin inundación?
—Intuyo que, más allá de la inundación y el desmanejo del intendente Bruera con sus cuitas, el resultado local de las elecciones fue más un arrastre de las boletas nacional y provincial, pero debe haber algún estudio al respecto.