Las vecinas baldeando por no llorar/ La pizzería que no fía más/ Un Maradona en algún potrero/ Y una pared que le pide a un amor/ Perdón, no te vayas/ No hay caso/ El hijo del cana repite de nuevo/ Siete a marzo/ El viejo se entera y le arruina los huesos/ Va hasta el galpón/ Se mete una nueve en la boca/ Y de golpe se llena la siesta de sangre y dolor”. Qué pasa en el barrio es el nombre de una de las canciones que Los Caballeros de la Quema recuperaron de su disco Perros, perros y perros (1996) en el concierto que el pasado jueves significó su vuelta a los escenarios y su debut en el mítico estadio Luna Park.

Un puñado de instantáneas conurbanas observadas por un ex estudiante de sociología que había formado su banda de rock en los albores de un proceso político que lo iba a acompañar durante toda la primera parte de su carrera como compositor. Con aires de compadrito aggiornado y dueño de una pluma que se destacaba por sus giros de lunfardo bonaerense atravesados por poetas malditos y lenguaje popular, Iván Noble irrumpió en la escena de la música nacional con un cassette que llevaba el nombre de Primavera Negra. Allí se concentró la base argumental para la historia de una banda que llegó a la cúspide a finales de los 90, se separó en 2002, tuvo un par de regresos en la década pasada y que se reunió para sacarse “la espinita” de llenar el Luna Park y salir a celebrar la cosecha.

El resultado de la apuesta resultó redituable en términos sentimentales para Noble, que terminó el concierto llorando sobre el escenario, sus compañeros y miles de personas que revivieron los años que los formaron cultural y emocionalmente. Un Luna Park lleno, que se convoca a 25 años de la edición de un disco no se explica solamente por un éxito comercial, hay otros elementos que atraviesan la historia de un país, el devenir creativo de un artista, pero sobre todo la vida de cada una de las personas que dan forma a un auditorio. Son las canciones, pero también es la vida. O mejor dicho, son las canciones en la vida de las personas.

Es posible que La paciencia de la araña, el disco más exitoso de Los Caballeros de la Quema, cuya edición en 1998 justifica la gira de regreso que comenzó el jueves pasado en el Luna Park, no sea el disco que mejor refleje el legado conurbano de la banda nacida en Morón. Producido por Afo Verde, es el disco más universal de la banda, el producto de una maquinaria sincronizada para convertirse en una generadora de hits en serie que logra un repertorio que ametralla estribillos inolvidables durante 48 minutos. Sin embargo, resultaría complejo encontrar allí un trabajo “lavado” o demasiado alejado de la fibra identitaria de la banda.

Para muestra, sólo alcanza por ir a buscar el disco y darle play. “Calentita la Rosada, ¿no, señor sultán? / Qué bien que la lustran sus hipopotamitos / No sé si llega el tufo a goma quemada / Yo que usted me cuido la ñata”, dice en uno de sus fragmentos la canción que abre el material (Rajá rata) que está regada de guiños y gestos que hicieron de Noble uno de los letristas fundamentales de los noventa, marcado por la rebeldía juvenil contra el neoliberalismo y las consecuencias de las políticas del menemismo.

En una charla con el Fernando Sánchez que se publicó por aquellos años de explosión popular en el Suplemento No, Noble decía no sentirse cómodo bajo la manta de aquello que empezaba a denominarse “rock chabón” o “rock barrial” y aseguraba: “Creo que las bandas de rock chabón, por ponerle un nombre imbécil, tienen más experiencia callejera en el sentido de tocar en la calle. Desde que nacen tocan en peñas, y en festivales a beneficio. Y también creo que tiene que ver con el discurso de sus canciones. En términos generales, las bandas de rock chabón decidieron que lo cotidiano podía formar parte de sus canciones. En cambio, a más de una banda de otro palo le escuché decir que no les interesan las canciones que son como leer el diario, porque la música pertenece a una esfera distinta. Un concepto de arte más ‘puro’ que no comparto”.

Noble no estaba solo en esa faceta cultural que marcó a fuego una época de la música argentina. Casi como el tango, el rock argentino tiene una estética paradigmática que lo asocia directamente con la Ciudad de Buenos Aires. Hasta entrado el nuevo siglo, apenas si Rosario (tan parecida en su modo de autopercibirse a la magnificencia porteña) pudo colar algunos elementos que se universalizaron a nivel país. La centralidad cultural hizo también su aporte para que las historias de vida en el conurbano bonaerense empezaran a imponerse en la foto del rock argentino de manera más determinante en la primera parte de los noventa y convidara relatos a lo largo del país, generando una empatía identitaria a partir de historias y personajes propios del paisaje bonaerense.

Con una llegada que fue creciendo de la mano de la masificación de la industria musical, esa tendencia se encuentra presente en la génesis misma de la historia oficial del rock en nuestro país. La voz de Javier Martínez en Manal, la de Adrián Otero en Memphis La Blusera, las mismas imágenes que se amontonan en las canciones de Pappo, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota o las bandas más recordadas del under porteño de los ochenta sirvieron de antesala para una producción que explotó a comienzos del menemismo con las bandas surgidas de los barrios más alejados del centro capitalino que con el correr de la década se convirtieron en las más taquilleras. Los Piojos, Attaque 77, Bersuit Vergarabat, Divididos, Las Pelotas y, por supuesto, Los Caballeros de la Quema llenaron estadios y empezaron a girar de modo permanente en las radios de todo el país.

Así, se generó una especie de identidad cultural nacional a partir de las vivencias en el conurbano y miles de jóvenes a lo largo del país encontraron allí una válvula de escape para poder vociferar verdades y sentires que otras expresiones culturales no pudieron interpelar de manera tan categórica. Por más que ese devenir cotidiano que se expresaba en las canciones tuviera su escenario a kilómetros de las calles que se transitaban día a día.

Esa tendencia iba a profundizarse sumando géneros como la cumbia villera hacia la segunda parte de los noventa y estallando con la última generación de rockeros de estirpe popular que tuvo su momento fatídico en el incendio del República Cromañón en diciembre del 2004.

En el concierto del Luna Park, Noble saludó a la memoria de Enrique Symns, que murió el pasado 16 de marzo. Lo hizo antes de interpretar Mientras haya luces en el próximo bar, una canción que escribió en homenaje al hombre que, con sus monólogos había acompañado durante casi un año y medio los shows con los que Los Caballeros de la Quema se fueron haciendo un nombre en el circuito rockeros de los primeros noventa. “Volcándose la décima cerveza / andaba un tipo sin casa ni edad / frotándose los ojos para ver más lejos / aunque no quede nada por mirar”, arrancaba diciendo aquella canción que también apareció en el disco que la banda lanzó en 1996.

Noble tiene el curioso privilegio de ser el protagonista de la última portada de la tirada tradicional de la revista Cerdos y Peces, que se editó de manera discontinua entre 1984 y 2004. La publicación ideada y fundada por Symns, y convertida en uno de los últimos íconos contraculturales en la gráfica argentina, bajó la persiana con un cantante que había abandonado su grupo exitoso, se lanzaba a su carrera como solista, probaba suerte actuando como policía amante de las armas en una tira producida por Adrián Suar y denunciaba que el rock hacía “clientelismo político”. Ese era el título de la entrevista, firmada por el propio Symns.

“Estaba desapasionado, achanchado… había municipalizado mis ganas de subirme a un escenario, se había tornado oficinesco lo que algún día supo ser una cacería… entonces decidí dejar de estafarme y estafar a los que pagaban una entrada. Era como un tigre viejo en uno de esos circos de morondanga… que apenas tienen ganas de caminar”. Así explicaba Noble las razones por las que la banda se había separado durante el primer lustro del nuevo milenio. En Cerdos y Peces, por lo general, no se hablaba de música con los músicos. Sin embargo, las referencias se metían de modo inevitable en las conversaciones.

De aquella charla, un fragmento central tiene que ver con la postura de Noble respecto a la época y su crítica a algunos aspectos a partir de los cuales se explicó el salto a la masividad de los grupos del rock argentino de aquellos años: “Yo nunca fui un tipo de la calle, fui el hijo de un dermatólogo… siempre lo dije. A lo mejor, en la primera época de Los Caballeros encontrás alguna cosa que yo haya dicho que el phisique du rol me llevaba a decir. Además, tuve cierta formación cultural que nunca me pesó y que por el contrario agradezco tenerla. Yo no inventé una postura heroica del rock de la calle, a lo mejor, insisto, en esos dos primeros años usé como escudo y carta de presentación, capaz que me mandé aquella de ‘yo soy el chico malo de Morón’. Pero si pasó, creo que con la banda lo desactivamos rápido. Hicimos mucho menos proselitismo que otros grupos y no seguimos el manual de instrucciones de cómo ser un buen rockero chabón. ¿Cómo es? Decir todo el tiempo lo que le pasa a tu público. Asegurarles todo el tiempo que te pasa lo mismo que a ellos. Cantar lo que quieren escuchar. Es clientelismo político. Es una forma de asegurarte que te vuelvan a votar en el próximo Obras o en el próximo Luna Park”.

Pasaron 25 años y esas canciones de Los Caballeros de la Quema pasaron el filtro del tiempo y fueron coreadas por miles en uno de los estadios más importantes de la Argentina. En el próximo mes, la banda actuará en Rosario, Mar del Plata, Córdoba, Mendoza y Santa Fe. El balance final de la gira tal vez sea un buen parámetro para analizar hasta qué punto la nostalgia conurbana puede sostenerse como un fenómeno que se reinventa a partir de los contextos sociales y políticos que le regalan vigencia a sus historias y si sólo forma parte de una retromanía característica de los tiempos de la industria que revisita viejos hitos en un momento de crisis disfrazado de hiperproductividad.