“Mi sitio preferido de la vieja internet es una página web llamada “esta persona no existe punto com”. Es una interfaz de usuario alrededor de una inteligencia artificial que genera rostros de personas inexistentes a partir de millones de fotos reales. Su uso original era crear perfiles falsos para realizar estafas.

Todos los días en el horario del almuerzo recargo la página unas cien veces. Entre acceso y acceso, el resultado siempre es diferente y nunca deja de asombrarme. Un niño rubio, luego una señora con anteojos, un ejecutivo de traje, una adolescente de piel negra, y así. Me quedo unos treinta segundos mirando cada foto, memorizando sus rasgos, y después paso a la siguiente. Hoy conocí a cien personas que no existen, me digo cada día antes de volver a concentrarme en el trabajo.

Cien personas por día, cinco días por semana, cuatro semanas por mes, doce meses por año. Si hubiera llegado a terminar este, mi quinto año desde que empecé con la afición, habría conocido a ciento veinte mil personas inexistentes.

Pero ayer pasó algo. Cuando entré a esta persona no existe punto com, el rostro que vi fue el mío”.

Escribí este cuento, "Sobre la propia existencia", el 1º de mayo de 2021, luego de pasarme tres horas seguidas frente a la pantalla en un sitio web muy similar al que se describe en el relato. La fecha no es trivial. En particular, es relevante que haya sido anterior al 30 de noviembre de 2022, día en que se lanzó en internet un chatbot con capacidades más asombrosas que las de cualquier herramienta de propósito similar puesta antes en las manos del gran público. Se trata de un modelo de lenguaje de inteligencia artificial optimizado para comprender la lengua humana y para producir texto compatible con esos patrones. Esto ha hecho que el término “inteligencia artificial”, acuñado en 1956 por John McCarthy, se vuelva muy popular. Pasó de estar confinado en los laboratorios de computación de las universidades y en las patentes industriales de muchos dispositivos de uso diario a encabezar titulares en los noticieros y a ser tema de conversación en la calle para las personas “de a pie”.

Por supuesto, es bastante asombroso hacerle preguntas al bot y que nos responda. Pero si uno sigue preguntando, rápidamente encuentra que el modelo está más preocupado por dar respuestas que “parezcan” verdaderas que por dar respuestas ciertas o correctas. Como un vanguardista, más preocupado por la forma que por el contenido. Enseguida diverge. Nunca contesta "No lo sé".

Es importante remarcar que cuando hablamos de “la” inteligencia artificial, no nos referimos a un producto cerrado, controlado por una única empresa o a una entidad global omnipresente, sino a un conjunto de técnicas, algoritmos, sistemas y bases de datos que se han ido desarrollando a lo largo de los años, algunos públicos, otros privados, dispuestos de ciertas formas para alcanzar diferentes fines.

De los potenciales problemas con estos avances sobre los que estuve leyendo los últimos meses, dos me parecen los más interesantes. El primero es el siguiente: la mayoría de las personas experimentan la realidad mediante una membrana cultural formada por noticias, novelas, canciones, películas y aplicaciones. Es decir, texto, sonido e imagen. A medida que más elementos de esa capa sean generados por inteligencias no humanas, cabe preguntarse cómo repercutirá esto en la sociedad. Dependiendo de qué función busquen optimizar estas inteligencias, nuestro comportamiento podría cambiar en formas insospechadas.

El segundo problema es que la inteligencia artificial profundice o acelere la estupidez natural. Que nos volvamos (más) holgazanes. Esto me recordó un cuento de Isaac Asimov titulado “Sensación de poder”. La historia narra un futuro en el que los humanos de un planeta están en guerra contra los de otro, pero ambos utilizan computadoras igualmente evolucionadas para dirigir sus proyectiles. Entonces el combate se prolonga por años en una especie de bloqueo mutuo. Un buen día, el jefe de los programadores de uno de los planetas descubre que uno de sus técnicos ha aprendido a multiplicar números a mano, con lápiz y papel. Al principio, la reacción es de escepticismo. El cerebro humano no puede hacer tales cosas, debe de haber algún truco. Sin embargo, luego, los altos funcionarios del estado terminan por convencerse e impulsan la investigación de esta nueva área del conocimiento. Descubren la división decimal e incluso la raíz cuadrada. La mente humana, concluyen, es capaz de realizar cualquier operación que haga una computadora. La historia deriva en la idea burócrata de que la guerra podrá ser ganada enviando proyectiles piloteados por humanos. Estos podrán tomar cursos de acción imprevisibles por las computadoras del bando contrario y, al fin de cuentas, perder a un hombre en batalla es más afrontable que perder una costosa computadora.

Mi cuento también transcurre en el futuro. Lo hice así porque cuando introduzco objetos tecnológicos en mi escritura, intento que sean dispositivos ya clausurados. De lo contrario, corro el riesgo de que al texto se le acorte su fecha de caducidad. Con el auge de la inteligencia artificial y su inminente rol como productora de tecnología, mi mayor temor no es el hackeo a la membrana cultural o que olvidemos cómo realizar operaciones básicas. Mi mayor temor es que el futuro, si antes era impredecible, ahora lo sea aún más. Y que las historias de ciencia ficción se incorporen más rápidamente a la lista de artefactos con obsolescencia programada.

En ese sentido, creo que mi breve cuento aún sobrevive, no por clarividencia mía, sino por haber buscado herramientas literarias en el pasado. El relato, los lectores sagaces lo habrán notado, es deudor de dos textos de Borges, “Del rigor de la ciencia” (1946) y el segundo y último párrafo del epílogo del libro El hacedor (1960).