La compleja maquinaria interpretativa que pone en funcionamiento la actriz María Villar, ya sea en teatro o en cine, es una caricia casi imperceptible: sutil, encantadora, delicada y, por momentos, necesaria sin ser invasiva. Lo suyo es dotar al escenario o la pantalla de una actuación funcional a la historia sin caer en histrionismos y, por supuesto, que nunca desborda ni acentúa ningún mensaje ni parlamento. Se puede comprobar con su participación en Hermia & Helena de Matías Piñeiro, su más reciente película en cartel. Es fácil de enunciar y difícil de llevarlo a cabo: su arte tiene que ver con el despojo de su propia personalidad, esa cárcel, para dar un salto de fe y volverse otra. “Deshacerte por un rato de lo que tenés establecido sobre vos mismo me parece un lujo”, asegura ahora mismo, sentada en el living de su hogar, esbozando una suerte de manifiesto personal. “Otra cosa que me parece adorable de la actuación es que se podría no hacer, tiene un espíritu inútil de lo intangible que es, y sin embargo la actuación es una necesidad humana. Tiene algo poético. Yo a veces agradezco estar en ese terreno misterioso.”

María Villar es hija de un químico y economista, los dos muy lectores. La literatura era lo que estaba brindado y desperdigado en su casa. Su hermana mayor ya había ingresado a ese mundo. Pero a María, la menor, eso no le daba mucha curiosidad: “Yo tenía una naturaleza física y dispersa, pero entendía que en los libros había algo importante. No tenía mucho interés pero leía como queriendo participar de la experiencia”, recuerda. Por ese entonces descubrió algo que sí le interesaba: “Me di cuenta de que me encantaba lo colectivo y eso se mantiene con el placer que siento en los rodajes. Me gustaba mucho lo grupal: desde un deporte hasta armar una fiesta de disfraces. En ese momento no lo traducía en algo artístico pero me doy cuenta ahora de que están muy relacionados.”

Unas vacaciones de invierno, María tenía once años, y su papá la llevó a ver la obra de teatro Calígula dirigida por José Tamayo y protagonizada por el español Imanol Arias y fue revelador: “Tengo el impacto de esa obra porque Imanol Arias tiene que tocar a la protagonista femenina y yo sentí una intimidad de unos cuerpos que salí del teatro transformada. No entendía bien por qué.” Después hizo teatro en el Colegio alemán Goethe Schule de zona norte donde cursaba junto con la dramaturga y actriz Romina Paula. 

Cuando se le ocurrió pensar qué hacer después del secundario estaba segura de una sola cosa: no quería algo formal. Sus padres insistieron que fuera lo que fuera tenía que ser institucional, conseguir el título. Dudó un año porque no quería hacer el conservatorio. Se anotó en la UNA (Universidad Nacional de las Artes) y fue positivo: “A los 19 me decidí por la actuación.” Mientras iba a la universidad hacía en simultáneo los talleres con Ricardo Bartís y con María Onetto. Por ese entonces comenzó a ensayar su primera obra junto a unas amigas: El enigma desvelado sobre textos de Nora Lange. Teníamos 22 años: “Eso fue otro descubrimiento. A los 24 años ingresé a un grupo, el de Alberto Ajaka que terminaría siendo el colectivo Escalada, donde ensayábamos Otelo, campeón mundial de la derrota y yo hacía de Desdémona. Fueron dos años de ensayos. Era un momento de mucha juventud y mucha libertad. Le tengo mucho cariño. Y hubo un gran grado de exposición. También encontré ahí lo concreto de la crítica, no solo de los medios, también de pares. Me resultó estimulante: leer lo que se decía y escuchar a mis compañeros. Quiero decir: no era algo protegido.”  

En el 2007 comienza otra de las relaciones más duraderas de su vida. Protagoniza El hombre robado de Matías Piñeiro. Y a partir de ahí, durante diez años, va a participar de todos los proyectos cinematográficos del guionista y director. Juntos hicieron: Todos mienten, Rosalinda, Viola (con el que ganó el premio a mejor actriz junto a Agustina Muñoz, Romina Paula y Elisa Carricajo otorgado por el jurado internacional del Bafici 2013), La princesa de Francia y la reciente Hermia & Helena. En esta última, con la muy buena actuación protagónica de Agustina Muñoz, el cine de Matías Piñeiro, con su planos-secuencias ya clásicos, cuenta la historia de una traductora, Camila, que trabaja en Sueño de una noche de verano de Shakespeare para luego representarla en nuestro país y que se divide, tanto geográfica como climática y emocionalmente, entre Nueva York y Buenos Aires. Es una película donde se retrata los conflictos y contradicciones sentimentales y emocionales de la protagonista frente al devenir del presente en territorios ajenos. Explica María Villar: “Llego a Hermia & Helena un poco por pertenencia. Ya son diez años juntos. Y hay un vínculo no sólo porque el tiempo de trabajo compartido, sino también porque al ser proyectos pequeños el compromiso es grande. Uno forma parte del proceso: ensayamos, hablamos de los materiales e incluso, a veces, aportás locaciones. Y eso creo que fomenta la amistad y el hecho de compartir los riesgos. Incluso de poder naufragar. Los contextos son frágiles pero encantadores también. La sensación es que se podría no estar filmando. Los compromisos son internos, son nuestros con los proyectos.”     

En estos momentos, María tiene muchos proyectos orbitando a su alrededor. Se va estrenar La vendedora de fósforos de Alejo Moguillansky, ganadora del premio a Mejor Película de la sección oficial nacional en el último Bafici, que la tiene como protagonista junto a Walter Jacob; ensaya y codirige junto a unas amigas la obra de teatro y música llamada Opereta para Doña Morte; está en la producción del próximo espectáculo del grupo Escalada, Los rotos; en septiembre va a filmar un cortometraje; y en enero comienzo a filmar Porcia, su nueva colaboración cinematográfica con, claro que sí, Matías Piñeiro que continúa su ciclo shakepereano. Con todo esto en su cabeza todavía le queda tiempo para estar junto a su marido, sus hijos y pensar qué es lo que todavía disfruta de la actuación: “Las ganas de ser otra persona con todo lo que eso implica. La otredad. No me imagino dejarlo. No sé como hacen los que no actúan para pensar que la identidad que tienen es lo que realmente son. Yo diría que hay que correrse de lo que uno es, poner en duda la personalidad. También me interesa lo clásico como la construcción de personajes de Stanislavsky. Tratar de ser otro te da una herramienta de humor en lo cotidiano también que te ayuda mucho. No tomarte en serio una situación, por ejemplo. Sabés que podría no ser. Y al estar con niños soy dos o tres personas. Los niños te demandan actuación. Porque, al fin y al cabo, qué es una personalidad.”