Amelia camina por el jardín despacito, inclinada un poco hacia adelante, asegurando cada paso. Sonríe y canta en Piamontés, su lengua de origen. Va sola, su nieta la ha visto salir, la observa de lejos, mientras habla con Inés, su amiga. Es un día cálido de primavera, de cielo límpido y muy celeste
Va rozando las margaritas, como si las acariciara. Se detiene frente a los rosales, camina un poco más hasta el cantero central que luce una variedad exuberante de flores: pensamientos, conejitos, clavelinas, azucenas, dalias, gladiolos, y allí, junto a las lilas, detiene la vista, el sol que impacta sobre un metal, o un espejo, forma un destello. Con sumo cuidado se va inclinando, se toma del borde del cantero, sigue bajando y logra sentarse sobre el pasto, busca el objeto: es una petaca, la sacude, está llena, se la guarda en el bolsillo. Su nieta y la amiga han visto sus movimientos y se acercan.
-¿Se cayó? -pregunta la amiga.
-No, se sentó sobre el pasto, qué raro, seguramente quiso mirar de cerca los pensamientos, están muy bonitos.
Se sientan ellas también junto a la abuela.
-¿Qué pasa, nona? ¿estás bien?
La anciana la mira a los ojos, sonriente y después su mirada celeste se pierde, el contacto fue fugaz.
-¡Qué linda viejita es! -dice Inés.
Amelia sonríe, le acaricia la mano, levemente, pronto retira la suya y vuelve a ausentarse.
-¿Habrá entendido lo que dije?
-Claro que sí, ella entra y sale de nuestro mundo, somos nosotros quienes no podemos entrar al de ella -contesta Lidia, la nieta.
***
Es un paisaje de montaña, el atardecer es cálido. Amelia es una joven vigorosa de apenas quince años, conduce ovejas por el sendero que baja al valle. Por la mañana las ha llevado a pastar: es su hermano menor quien hace ese trabajo, pero ha pescado las paperas y ella ha debido sumar esas tareas las suyas. Ya está cayendo el sol, debe llevarlas al corral. Falta algo menos de un kilómetro para llegar, a lo lejos se ve su casa. Toca la armónica, a los animales les gusta y a ella, más.
Arturo la alcanza. Ese muchacho le gusta, trabaja en la mina, es un poco mayor que ella. Se han estado viendo en la misa, los domingos, y en algún encuentro ocasional, a él no le queda mucho tiempo, trabaja de sol a sol. Pero es sábado y esa noche habrá baile en el pueblo, un pequeño caserío a dos kilómetros de la cabaña en la que vive con su familia. Claro que irá al baile, irán en el sulky con su madre y sus hermanas. Él se aleja, no quiere que sus padres la vean con él antes de pedir su mano. Ya está muy cerca de su casa, escucha la voz de su madre que la llama.
***
-¿Vamos nona?- dice Lidia, su nieta.
-Sí mama, ya estoy llegando.
-¡Pobre! Cree que sos su mamá -dice Inés.
-Quién sabe qué pasa por esa cabecita loca -comenta Lidia y le acaricia la mejilla-. Vamos, arriba- la ayuda a levantarse.
Es viernes, los hijos de Lidia de 16 y 17 años salen cerca de la medianoche a la confitería. Ya se están yendo, cuando su madre se acerca desde el dormitorio, aún no se ha acostado y los acompaña hasta la puerta.
-Cuídense chicos, ¡no tomen! Miren que el alcohol puede sacar lo peor de uno.
- Si, mamá, ya sé -contesta Javier resoplando.
-Y no peleen, por favor, no se metan en peleas.
-Está bien vieja, ándate a dormir, no tomés frío -dice Felipe.
-¡Cómo si yo pudiera dormir hasta que no vuelven!
Los chicos se alejan sin poner llave a la puerta, urgidos por irse y la madre tampoco lo hace; distraída y preocupada, se retira al dormitorio.
Luego de comprobar que no los ven, los muchachos vuelven a entrar; sigilosos se dirigen hacia el cantero central, buscan algo entre las flores.
- ¡No está! ¿Qué hiciste con la petaca, boludo?
-La puse allí, entre las lilas -contesta el menor.
-¡No te puedo creer! ¡Qué huevón!
- Para mí que fue el viejo, por eso tantas recomendaciones.
-¿O te la tomaste vos guachín? No me mintás.
-¡Te juro que no!
-¡Ponele, pero tenés que comprar otra para la previa!
Dos horas después, Amelia se levanta de la cama, toma la petaca que había puesto en el bolsillo de su campera, camina descalza hacia la puerta de calle, con su camisón rosa con puntillas y su largo cabello suelto. Abre la puerta del frente, atraviesa la galería y sale al jardín.
Es una noche clara, su cabello blanco brilla con la luz de la luna. Camina sobre el césped evitando la grava, se acerca a la verja, tomada de la reja se va deslizando despacito hasta quedar sentada al pie del jazmín estrella. Está florecido, su fragancia la embriaga, abre la petaca.
***
Son las 23 y pronto terminará el baile, por lo menos para ellas. Su madre ya lo ha anunciado: “los domingos las vacas se ordeñan, las ovejas pastan, así que un ratito más y nos vamos”.
Amelia ha bailado toda la noche con Arturo, ha tomado tres vasos de ponche, se siente en las nubes, su madre no la pierde de vista. En un momento, aprovechando que no la ve, salen al parque y escondidos detrás de unos arbustos, se besan por primera vez.
Siente su perfume y su mano tibia que la acaricia, allí en la oscuridad siguen bailando muy juntos. Gira al son del vals, cierra los ojos y ve su vestido blanco con larga cola, azares en su tocado y en el ramo que lleva en las manos.
***
Francisco, el esposo de Lidia va al baño de madrugada, ve la puerta de calle abierta. Se asusta, teme que algún ladrón haya entrado a la casa, sigilosamente saca una escopeta que guarda en un armario que hay debajo de la escalera. Alerta a Lidia, que no se mueva, que haga silencio, el corazón les palpita a los dos, sienten la inminencia del peligro. Con cuidado revisa las habitaciones, al pasar frente al dormitorio de Amelia ve la puerta abierta. Están aquí, lo alerta una voz interior, se asoma sigilosamente y descubre la cama vacía.
No entiende, llama a Lidia, entonces se dan cuenta: salen al jardín, caminan hasta la verja y allí está Amelia, inconsciente bajo el jazmín, a su lado, la petaca vacía.