El caso de “las gemelas” que se arrojaron de un tercer piso en Barcelona, donde una murió en el acto y la otra se estuvo en grave estado, volvió a encender las alarmas sobre el bullying. La preocupación, lógicamente, reside en el impacto de esta forma de violencia en la salud e integridad de niños, niñas y adolescentes; pero también advierte sobre los efectos de los discursos de odio que actúan como “texto” de las distintas formas de violencia, incluyendo a la violencia entre pares. En este caso, la investigación determinó que las víctimas efectivamente eran hostigadas por compañeros y compañeras de colegio por su origen y acento argentino, a la par que molestaban a Iván /Alana (Iván es el nombre manifestado por la persona fallecida, según informaron allegados; pero sus padres en un comunicado solicitaron a los medios seguir utilizando el nombre de Alana) tras haber manifestado su voluntad de ser identificado como varón trans.
El centro educativo, sin embargo, aseguró en un comunicado que no constan expedientes por bullying y que “habían activado todos los recursos disponibles a nivel de apoyo social y educativo”. Lo que abre interrogantes sobre cómo se identifican y se interviene las situaciones de bullying. Existen indicadores muy difundidos como cambios repentinos en el estado de ánimo de la persona acosada, disminución del “rendimiento” educativo y ausentismo escolar (elemento presente en este caso pero que no bastó para identificar el problema). Pero esos indicadores son inespecíficos y en sí mismos no nos informan de dinámicas grupales, institucionales y sociales sobre las que es preciso reflexionar. No por nada el propio gobierno de Cataluña se refirió a los hechos como “un fracaso de todo el sistema”, lo que implica reconocer el rol de las personas adultas.
Discusiones recientes en torno al acoso u hostigamiento entre pares lo plantean desde un enfoque de derechos, porque los problemas vinculares nunca existen al margen de procesos sociales más amplios que le otorgan un lugar. Y aunque el bullying emerge como concepto descriptivo de las situaciones de hostigamiento entre pares, existen condiciones estructurales que sostienen las violencias en la sociedad. Y su abordaje es responsabilidad del Estado y sus instituciones, siendo la intervención escolar, muchas veces la primera respuesta.
El hostigamiento como escena de poder
No toda forma de agresión o violencia en la escuela se engloba dentro del fenómeno del bullying. Éste implica una relación de hostigamiento-victimización que es sistemática y sostenida en el tiempo, lo que difiere de las formas disruptivas, casi espontáneas, que se dan muchas veces en las escuelas. Diferentes elaboraciones sobre el tema señalan que la búsqueda de poder y reconocimiento al interior de los grupos suele ser un factor central en las conductas de hostigamiento. Sin embrago, especialistas de nuestro contexto como Marina Lerner y Ana Campelo advierten que no se trata de un poder “real” que ciertos niños o niñas disponen sobre otros/as, sino que el poder es “prestado” por la escena en la que se constituye: el acoso es un fenómeno grupal en el que intervienen generalmente, además de quienes están acosando y quienes están siendo acosados/as, otros sujetos en calidad de espectadores, que, si bien pueden no agredir directamente, su presencia ocupa un lugar fundamental, convalidando la escena de poder. El rol de quienes alientan, festejan, arengan, filman, difunden en redes, etc. es clave, y se monta sobre las configuraciones de los discursos disponibles, incluyendo a los discursos de odio que imparten jerarquías y exclusiones, funcionando como verdaderos guiones sociales.
Esta escena de poder, en tanto acto dirigido a un público (real, virtual o internalizado), no hace otra cosa que profundizar la vulnerabilidad de los sujetos, poniendo en evidencia la precariedad de las referencias identitarias de quienes hostigan. Hay aquí, una cuestión ontológica: en la búsqueda identitaria, niñas, niños y adolescentes necesitan ser reconocidos/as como únicos/as e irrepetibles y construir una imagen más o menos sólida sobre sí mismos/as. Es a partir de esa imagen que construyen su modo de relacionarse y de hacerse un lugar en un entramado social. En esta búsqueda pueden aparecer “soluciones fallidas”, tales como la identificación al/la provocador/a, al/la violento/a, o al/la poderoso/, como intento de encontrar un modo de ser nombrado/a, de ser reconocido/a por el/la otro/a. Lo que, en definitiva, revela una carencia: la dificultad para encontrar otro tipo de representaciones con las cuales identificarse.
Los procesos identificatorios son complejos y al tratarse en este caso de una unidad de análisis centrada en las situaciones escolares (vinculares-grupales), no hacen a actos de tipo único, sino a posiciones que asumen los sujetos y, por tanto, son susceptibles de variación. Sólo de este modo podremos pensar intervenciones que ofrezcan oportunidades para encontrar otros modos de ser nombrados/as, otras referencias a partir de las cuales construir una identidad-proyecto, que les permita articular su individualidad con la del conjunto. Este factor grupal, muchas veces es desestimado en las intervenciones psico-educativas que se inscriben en un modelo asociado a la antigua figura del “gabinete”, donde los problemas se abordan de forma encapsulada, con intervenciones centradas en el alumno/a-problema. Trabajar con todo el grupo-clase a través de actividades que impliquen circulación de la palabra, procesos de aprendizaje y construcción de sentido; es sin duda una metodología mucho más adecuada para problemas que involucran dinámicas grupales, vinculares y en red.
La ESI como estrategia
Lo dicho forma parte de un enfoque relacional que invita a preguntarse por el contexto vincular e institucional en que una situación se produce: las relaciones de poder dentro y fuera de la escuela, el lugar que asume cada quien en el grupo de pares, las posibilidades de ser reconocidos en ese entramado institucional y, sobre todo, saber dónde están los/as adultos/as allí. Cabe destacar que distintos estudios de investigación resaltan que cuando los/as docentes intervienen en problemas de convivencia entre estudiantes, disminuye sensiblemente la cantidad de episodios de violencia visualizados o sufridos.
En ese sentido, la mirada educativa es subjetivante y contraria al discurso que promueve el miedo y la denuncia como principal intervención contra el bullying; porque cuando se impone el miedo al/la otro/a prevalece la lógica disyuntiva o eliminatoria de un discurso que rechaza al lazo, que incrementa la violencia y que obstaculiza la construcción de la noción del otro/a “como semejante”, como alguien diferente a uno/a mismo/a, pero con los mismos derechos. La noción del otro/a como semejante, tal como la pensó la psicoanalista argentina Silvia Bleichmar, es una construcción, o un proceso. Nadie nace siendo consciente de la importancia de tener en cuenta al otro/a, y el contexto debe garantizar la apropiación de los valores éticos que requiere la presencia del otro/a. Es nuestro desafío, como adultos/as, ayudarlos a que comprendan que pueden dañar o pueden ser dañados/as tanto a través de las interacciones virtuales como a través de los vínculos cara a cara, y que esos daños dejan huellas no sólo en quien los padece sino también en quien los infringe, de distintas maneras. Justamente, la Educación Sexual Integral (ESI) tiene como uno de sus propósitos el propiciar aprendizajes basados en el respeto por la diversidad y el rechazo a todas las formas de discriminación. La apuesta es, entonces, habilitar un tiempo y un espacio para el tratamiento de problemáticas que involucran afectos, vivencias, modos de ser y sentirse parte, que se entraman en las formas de relación y producción de subjetividad.
Carolina Dome es licenciada y profesora en Psicología. Magíster en Psicología Educacional, especializada en estudios de género. Docente e investigadora UBA.