A 33 años de su fundación, The Brian Jonestown Massacre es toda una institución en los terrenos del indie y en especial de la música psicodélica. Sin embargo, el atractivo del grupo californiano recae en la actitud errática de su cantante, guitarrista y fundador, Anton Newcombe. Lo que al mismo tiempo lo convirtió en un artista carismático, de culto y hasta enigmático. Tiene 55 años, pero parece todo un veterano del rock. Tampoco se sabe cómo puede terminar un show de su banda, ni qué puede pasar en el medio. El público que concurre a sus recitales, devenidos en una especie de feligresía narcótica, lo hace con la misma sugestión de quien consume placebo. Tanto es así que desde abajo del escenario se construye el mito. Tal como sucedió el martes a la noche en C Complejo Cultural Art Media, en lo que fue la vuelta del grupo a Buenos Aires.

En el ocaso de la presentación de Winona Riders (el artista argentino que compartió fecha con los Brian Jonestown) comenzó a circular en el predio erigido en el barrio porteño de Chacarita que los de San Francisco tocarían tres horas. Lo que fue recibido por el público entre la alegría y el desconcierto, sobre todo para los afectados por el adelanto del paro de colectivos. El rumor tuvo como fundamento dos antecedentes: el recital del día anterior en Santiago de Chile y el debut local de la banda, hace siete años. No conforme con haber actuado en esa edición del festival Music Wins, al día siguiente se sacaron las ganas de seguir tocando en Niceto Club. Y lo hicieron durante cuatro horas, en lo que es hasta hoy el show en vivo de un mismo grupo más largo que se haya registrado en la última década en los escenarios porteños. Pero nada de eso terminó sucediendo.

“Salud”, fue lo primero que dijo Newcombe al subirse al escenario. También fue lo único que habló en español. Otra cosa que destacó en la perorata inicial del frontman fueron los encomios para con los Winona Riders. La verdad es que lo merecieron porque su show no pasó inadvertido, ni siquiera para los que llegaron tarde. A pesar de que en los papeles era el acto soporte de la fecha, la banda de la zona oeste del Gran Buenos Aires, alumno destacado de la escuela de Brian Jonestown (para beneplácito del maestro), no se comportó como telonero. Al punto de que Newcombe y los suyos salieron a cuentagotas del camarín para verlos en acción. El sexteto, que ya pidió cancha para colgarse la presea de artista revelación del rock argentino en 2023, aprovechó la vitrina para dar cuenta de su consistencia. Sustentada en la psicodelia de California, en los Stones de la etapa de Goats Heads Soup, y hasta en el legado de La Renga.

Este reencuentro del grupo norteamericano con sus fans de esta orilla del Río de la Plata se produjo a partir de la salida de su nuevo álbum, The Future is Your Past, lanzado el pasado 10 de febrero. No pasó ni un año desde la salida de su trabajo de estudio anterior, Fire Doesn’t Grow On Trees, y ya Newcombe estaba de vuelta en las bateas y plataformas digitales de música con flamante repertorio. “Son canciones para todos los tiempos”, justificó el artista al momento de defender el disco. Aunque la realidad es que el regreso al estudio del cantautor se dio porque sintió que no había dicho todo lo que tenía para decir acerca de una época atravesada por los efectos del covid, la crisis económica global y la guerra. De hecho, el arte de tapa de su vigésima primera producción es una ilustración es un camión lanzamisiles múltiple. Envuelto además en la refracción de la luz característica de la representación lisérgica.

Y es que al parecer la psicodelia es el reducto de las emociones para Newcombe. Si en su trabajo anterior se decidió a abrir la paleta de matices y posibilidades sonoras al probar sus composiciones en la piel del post punk e incluso del pop, en su nueva entrega volvió a las raíces. Por más que el recital haya arrancado con un tema de Fire Doesn’t Grow On Trees, “Number One Lucky Kitty”, suerte de folk barroco. Secundada por la canción que abre ese disco, “The Real”, con la que redime la soleada tradición psicodélica de la Costa Oeste estadounidense. En tanto que “Fudge” bajó un cambio hasta sumergirse en un estado de gracia. Todo un cuelgue canábico expansivo. A partir de ese momento, ya se podía comenzar a tener una idea de por qué sus recitales gozan de la fama de ser tan longevos: el tiempo que se toman entre tema y tema para cambiar instrumentos, hablar, prender un pucho y organizarse puede llegar a durar casi lo mismo que una canción.

En “Wait a Minute” el combo demostró su disciplina para el ensayo. Pese a que suena como una orquesta ensamblada, cada uno entiende la misma cadencia a su manera. Y lo demuestran con el cuerpo. Mientras Newcombe, canta y toca mirando a sus músicos, el guitarrista Ricky Maymi sube y baja sin parar con su instrumento, el tecladista Ryan Van Kried fluye hacia adelante y hacia atrás, el bajista Hallberg Daoi vibra en el mismo lugar, y Joel Gion vive inmerso en su mundo de maracas y panderetas. Todo un personaje. Es como el MC de la banda, por más que ni siquiera cante. Su lugar en el centro del escenario habla más que mil palabras. En “Pish”, el grupo se fue alejando de este presente, y entró en un viaje de ecos fantasmales y groove. Pero ese idilio desdoblado duró apenas unos minutos, y volvieron al presente con el folk rutero “Your Mind is My Café”. Y es que todo en esta banda versa sobre el estímulo. Entonces el público los arenga.

En “Don’t Le Me Get In Your Way” siguieron en plan folk, pero más introspectivo. Con el épico “The Mother of All Fuckers”, de The Future is Your Past, salieron de la mitad del recital y empezó la cuenta regresiva. Era el momento para desenfundar los clásicos. Arrancaron con el canchero “Nightbird”, y se pusieron intensos con el sedicioso “Anemone”. Al que le sucedió otro temazo de mediados de los noventa, “Servo”. En tanto que la introducción de “Sailor” volvió a redimir el esplendor del cuelgue californiano. Y de pronto había nueve músicos en escena, de los que seis eran guitarristas. Hasta los plomos se sumaron a tocar. Entonces la cosa tomó forma de zapada, alcanzado el clímax en “A Word”. El público estaba estacionado esperando más, pero fueron los propios músicos los que dijeron que el show había terminado. Después de dos horas y cuarto, el tiempo y el espacio volvieron a tomar forma.