El problema no es que el psicoanálisis no sea científico. Lo verdaderamente preocupante es que la ciencia no sea lo suficientemente psicoanalítica.
Digo suficiente porque a pesar de los visitadores médicos, la peste analítica no dejó de filtrarse nunca en los consultorios. Un viento molesto, arenoso, cargado de ingratitud, sacude de forma peligrosa los diplomas mejores colgados. Y si, después de más de cien años de tirarle con de todo, este humilde método sobrevive, es porque alguna verdad esconde bajo su hechizo.
Pero el debate no es teórico. Los conceptos solo interesan a los gerentes que visten tarjetas magnéticas en sus cinturones, listos para el duelo, capacitados para hacer “su trabajo”.
Ya ni los marxianos pierden el tiempo en debates testimoniales. El asunto, colegas, siempre se dirime en la calle.
Como todo cachorro recién parido, el psicoanálisis tuvo que hacerse escuchar por el Otro para seguir respirando. Lo que ataño supo ser escandaloso, hoy es propaganda cotidiana. Si un shampoo puede ser revolucionario, imaginen cuantas cabezas fueron lavadas en estos años.
“El significante siempre vuelve al intercambio”, decía Juancito, el orejón del barrio. Todo, o casi todo, puede ser masticado.
Cuando uno que sufría de tabaco planteó en una Viena repleta de antifaces, el sexo entre pañales, el coro griego, desafinó desesperado.
El olvido, el lapsus, los sueños y recientemente los síntomas fueron aceptados por la cultura.
Hoy cualquier hombre apolítico sabe que si equivoca el nombre de su esposa, su postre corre peligro.
El inconsciente viene tragándose a regañadientes. Comprobado o no, el pueblo no pone reparos a lo indemostrable. Hasta las máquinas más alemanas charlan sobre su exilio y su pasado.
El mercado quiso morfarse las obras completas. Casi todo fue asimilándose de a poco, sin dañar al intestino del buen Saber. Estuvimos a punto de quedar a mano. Pero siempre una carta robada ensucia el cumpleaños. A metros de soplar las velitas del consenso, el tío borracho hizo su gracia. Ese pariente que no debía ser invitado canta sin ritmo una verdad que jamás podrá ser bautizada: “El hombre no tiende al bien”.
No es gracioso. No es a propósito, tampoco una opinión. Esta afirmación que llueve el asado tiene sus fundamentos y sus cadáveres.
Casi casi nos amigamos, pero ya era demasiado. Una cosa es libertinaje y otra muy distinta es no ser democrático.
Por esto el psicoanálisis no es una ciencia. No porque no se pueda fabricar un tomógrafo paparazzi que pesque in fraganti al inconsciente. Lo verdaderamente triste es que sin la esperanza de una bondad innata, la guerra que nos sostiene sería intragable.
Jeremías Aisenberg es psicoanalista y escritor.