La quinta temporada de Orange is the New Black sobrevivió al soborno de los hackers que extorsionaron a Netflix por una módica suma y contra viento y marea fue estrenada a tiempo. Sin embargo, contra todo pronóstico, esta temporada no se deglute como papa frita. Ya no es la serie para ser devorada capítulo tras capítulo en una maratón de invierno, con frazada y el autoplay del streaming que no da respiro. Esta vez, Orange is the New Black parece una larga película para ver de a partes, con la calma, cuando no hay otro mejor vicio que lo reemplace. Algo cambió. Su tono y ritmo. Ya no importan tanto los personajes sino la situación que viven. Esta vez, lo que mueve la trama son los tres días, que se desarrollan casi en tiempo real, del primer motín de Litchfield. Esos tres días a veces parecen un mes, otras veces se vuelve un tiempo indefinido. Más tragicómica que nunca, en ese género híbrido cuyo gag se desvanece en un horror que imposibilita la carcajada y la parodia del encierro se convierte en el único bocado digerible en una cálida insistencia por recorrer las superficies conflictivas.
Orange is the New Black ya nos tiene acostumbradas a los problemas raciales que ahora son mitigados por las alianzas necesarias de supervivencia. Esta vez Pipper y Alex, están en paz y de novias, sus enojos se limitan a la posición política en los reclamos del motín. Lo mismo con el resto de las protagonistas, que aún con sus propios rollos personales, orbitan alrededor de la toma y la organización desorganizada de la cárcel de mínima seguridad. Es novedoso que una serie de Netflix, con esta nueva ola de protagonistas mujeres empoderadas individualmente, no busque el centro neoliberal en la heroica vida de algún personaje singular -al menos una por capítulo como en las anteriores temporadas-; en una especie de desafío anti aristotélico del relato, la creadora Jenji Kohan, apuesta a dar cuenta de la vida colectiva y el conflicto en comunidad frente la amenaza exterior.
La ocupación en resistencia, las negociaciones, el fuego, la apropiación de herramientas negadas y los límites humanitarios del revanchismo son el eje. Dentro del motín, cada una encuentra su mejor función grupal. La líder y vocera principal ya no es la mediática mujer blanca, ni la novia de la víctima, ni la solidaria rubia que toda causa noble la interpela. Las amigas de Poussey bregan por el reclamo de justicia, en un apoyo mutuo. Inspirado probablemente en el movimiento estadounidense Black Lives Matters, la toma de la voz pública en primera persona de su comunidad la realiza Taystee, que ante la tentación de claudicar por las promesas de comida nutritiva, guardias de seguridad idóneos y tampones, sostiene el reclamo de justicia que siegue siendo una cuenta pendiente.
De ahí se derivan otros puntos pedagógicos o sociológicos de la serie. Una buena enseñanza: las butch pueden ser serviciales y caballeras, pero el deseo no las ciega ni atonta. Otro buen imperativo feminista: los bienes se comparten hasta en el subsuelo. Otro: el peor enemigo puede ser un homosexual misógino.