El sábado pasado, a los 46 años, falleció la artista plástica y activista lesbiana, chilena-mexicana, Carla Molina Holmes. Ese día, en medio del dolor, sus amigos postearon en las redes sociales algunas de sus obras, una de ellas fue “Detrás del vestido”, el acrílico sobre tela que usó en 2007 para promocionar su muestra en La Casa del Encuentro, cuando visitó la Argentina. La imagen de ese cuadro es la de una mujer con un vestido azul entallado, a la que rodean símbolos de una masculinidad acechante, un bigote por ejemplo, que contradicen lo impoluto de esa aparente construcción femenina.
La mayoría de sus pinturas, de colores muy vivos, con figuras claramente definidas y dramáticas, expresan la evidente influencia que México, el país donde vivió desde 1978 hasta 1985 y al cual regresó en 1996 para quedarse durante un tiempo, tuvo en su vida y en su producción. Para este último exilio, lo determinante fue la persecución por su identidad sexual que sufrió en Chile. Carla era dueña de un espacio cultural y gastronómico, “Frida Kahlo”, y las inhibiciones a la hora de vender alcohol impuestas arbitrariamente por las leyes municipales la cercaban comercialmente. Ella sabía que su activismo y su público gay friendly eran la verdadera razón. Tiempo después, cuando dos skinheads la amenazaron de muerte concluyó que, definitivamente, Santiago no era una ciudad para ella. Acto seguido se refugió en nuestro país, después en México, donde organizó varias muestras, trabajó para la UNAM y finalmente se mudó a Canadá. Allí conoció a Cristine, con quien tuvo una hija a quien el Consulado chileno le negó en su momento la documentación por tener dos mamás. El tema del desarraigo repetido en su historia, que comenzó con el retorno forzado de 1985 a Chile, está claramente presente iconográficamente en su obra. En el autorretrato “Niña perversa polimorfa” o “Te dije que no y me cagaste el jardín de las delicias”, una niñita parada en un jardín de inmensas flores engulle su propio corazón salpicando de gotas rojas su vestido celeste. En “La lujuriosa”, una virgen sostiene el músculo cardíaco con su mano izquierda y en “San Sebastián criollo”, de 1997, sobre la imagen del mártir vemos crecer hojas verdes y dentro de ellas un corazón. Es esta misma visceralidad, la del dolor, la que ilustra desde el sábado la foto de perfil de Facebook de la escritora Malú Urriola: un espinoso cactus con forma de corazón. Otra de sus amigas, la cantante mexicana Astrid Hadad, escribió en su página: “¿A dónde iré? ¿Dónde mi corazón pondré? Que no duela, que no sangre, que no arda... Carla Molina Holmes ha buscado ese lugar y su corazón ha dejado de latir hoy. Este sábado es de repente tan triste...”. La artista argentina Rox Carini homenajeó a Carla subiendo las fotos que le tomó durante el Encuentro Nacional de Mujeres 2007. Allí se la ve marchando por las calles cordobesas con su pelo rojo tan característico, signo absoluto de ese apasionado modo de ser y de sentir. Pero su obra no solo habló del dolor. El humor fue también su lenguaje, como demuestra en uno de sus cuadros más memorables, donde aparecen dos chicas de aspecto antiguo, abrazadas y sosteniendo un inmenso ramo de flores. Una leyenda aconseja en cursiva algo muy saludable para dejar de sufrir: “no llores gûerita, que el llorar afea… y quien mucho llora… muy escaso mea”. Sus pinturas, tan viajeras como su corazón, integran diferentes colecciones desde hace años: Argentina, México, Francia, Reino Unido, Canadá, España y Chile se la reparten.