Uno
Mañana de septiembre. Caminás por Oroño. Es temprano. No podés apreciar la quietud del sol sobre las copas de los árboles ni prestar atención a las caras de las personas con las que te cruzás; tampoco percibir el cambio de temperatura de tu cuerpo a medida que entra en calor. Desde hace una semana, no lográs enfocar en nada que no sea el dolor. Caminar se ha convertido en un suplicio: las articulaciones de tus rodillas y de tu cadera se quejan en forma permanente cada vez que te ponés en movimiento y no te dejan ver más allá. Te obligan a una lentitud que contradice el ritmo de la ciudad, de las actividades cotidianas. Los tiempos se duplican, se triplican. Para hacer ese recorrido que, en condiciones normales –qué será eso de ‘condiciones normales’, te preguntás-, te llevaría no más de media hora, debés disponer de una. Y así con todo. Querés tenerte paciencia, pero te estás cansando. Lo sabés.
Llegás. Tocás timbre. En la espera inmóvil, el dolor calla.
Dos
Las voces. Las voces que te rodean ensayan explicaciones. Que seguro estás así porque empezaste a correr, que correr te hace eso (?). Y más a vos que en treinta años jamás hiciste actividad física en forma sistemática. Que debés haber pisado mal, que debés haberte sobreexigido (?). Que tenés que ver a un médico, a dos médicos, a tres, a los que haga falta. Cargás las voces como un paquete que no pediste, que no sabés bien dónde depositar pero que no te atrevés a desechar del todo. Quizás tengan razón. Quizás en lugar de estar frente a esa puerta, tendrías que estar en la sala de espera de algún sanatorio, lista y predispuesta a ser estudiada, examinada. Lista y predispuesta a que alguien que nunca te ha visto, que no te conoce, que ignora las situaciones que estás atravesando, te hable de vos, de tu cuerpo y te diga qué tenés que hacer. Radiografías, analgésicos, quién sabe qué más. Y estaría muy bien que lo hicieras si no fuera por esa certeza que no sabés de dónde viene pero que, desde hace días, le gana a las voces: esta vez, no es por ahí. O mejor: esta vez, no es primero por ahí.
Tres
Cualquier aficionadx al género policial, en cualquiera de sus manifestaciones, sabe que los cuerpos hablan. Basta con detenerse, concentrar la mirada en las señales y escuchar con atención lo que tienen para decir. La historia está ahí: los forenses la tejen a partir de cientos de detalles y la revelan. La historia explica y las explicaciones nos tranquilizan, nos dan algo a lo que aferrarnos en este mundo mutante. Las explicaciones son analgésicos fugaces de venta libre: todxs estamos dispuestos a darlas, a recibirlas, a creerlas. Hasta que dejan de funcionar y el dolor aparece. Y no se va. Con nada.
Cuatro
Atravesás el pasillo. Te gustaría observarlo, prestar atención a esa dimensión alternativa que se abre detrás de la puerta menos pensada. No podés: un alambre de dolor se retuerce en cada rodilla, como si estuviera ovillado entre los huesos y algo estuviera tirando de él. El dolor de la cadera es distinto: es, más bien, como un resplandor. Los dos se acompasan de algún modo que, de a poco, podés empezar a predecir. Y no querés, porque eso quiere decir una sola cosa: te estás acostumbrando. Reducís la velocidad de traslación al mínimo, te parece que no vas a llegar más. Pero llegás. En ese momento, no sabés bien qué hacés ahí, por dónde vas a empezar, qué otras puertas van a ir abriendo esos dolores inmediatos, urgentes.
Unos días más tarde, vas a descubrir que en la velocidad, en la lentitud, en el ritmo se estaba la llave que te permitiría desarmar, finalmente, el dolor.
Cinco
Si “tu cuerpo es tu biografía”(*), pensás, podríamos darnos la oportunidad de silenciarnos un rato: dejar de contarnos las historias que nos contamos para funcionar en el mundo y escuchar lo que dice el cuerpo. Parece una obviedad y, a la vez, no. Cambiar la perspectiva también cambia lo que percibimos. Cuando dejamos que el cuerpo hable y estamos dispuestos a escuchar, descubrimos una información que nos permite tomar decisiones, entender, de verdad, para qué sucede algo. Una médica amiga te dijo, en esos días, que tu dolor sonaba a ‘sobrecarga’. Y sí, lo era. Habías llegado a la misma conclusión por otro camino, aunque no se sentía para nada como una ‘conclusión’ sino, más bien, como un comienzo.
(*) “Tu cuerpo es tu biografía” es la premisa de la que parte la bioenergética, una técnica psico-corporal que trabaja sobre la energía que se bloquea en el cuerpo mientras atravesamos diversos procesos emocionales.