“Sé sublime”, parece que le rogó (sin animarse a darle una orden) Rainer Werner Fassbinder cuando Jeanne había dejado de serlo y se animaba aun a resultar tan necesaria para Querelle, ese film que a poco ya arrojó una víctima que se aproximaba a lo sublime sin rozarlo: Brad Davis. Genial el director alemán, no se metía con nada que tuviera que ver con lo histriónico, iba directo a la ontología. Ella, a su vez, tan luego, tampoco. Era sublime Jeanne, aunque tantas oportunidades tuviera de dejar de serlo como cualquiera de su laya y era lo que le daba a menudo su circunstancia de víctima, de mera mortal, aunque no afectara la apariencia, con su pelo de rabia en la lluvia, su mirada extraída de algo mineral y su boca única.
En el identikit de la añoranza, ahora que recién se fue, un enamorado febril dice que Jeanne Moreau tenía algo de Bette Davis y hasta de Tita Merello (alguna mortal, no mera víctima, se ofenderá). No es un desaire ni un laberinto de labios, es un cónclave de belleza que se inventa en las despedidas para aguantar la ausencia y mejorar la eternidad. No sobra el tiempo cuando se empieza a recordarla -ojalá también un motivo para descubrirla- y un mensaje de WhatsApp avisa que murió Sam Shepard. No sobra el tiempo. La crónica de su vida la exhibe moderna, imprescindible, lúcida y dan ganas de hablar de ella pretendiendo imitar su inmejorable voz ahumada y de mirarla, mejor mirarla. Es una vampiresa tan carnal que Kafka hubiera retrocedido ante ella de horror al crimen de la concupiscencia, dijo Cabrera Infante recordando la paranoia real de Monsieur Klein el protagonista del film de Losey con Moreau y Delon.
Jeanne era hija de un francés y de una inglesa y creyó que iba a ser bailarina como su mamá pero pronto descubrió que en verdad lo que quería era ser actriz y fue la mejor del mundo según Welles (quien la dirigió en Una historia inmortal, de 1968).
También tuvo que defenderse duro en los tiempos en que la plata dulce la convenció de hacer bodriazos postizos como ¡Viva María! y recuperar luego la condición que la traerá a la memoria, exenta siempre de la idolatría pudorosa -no tan pudorosa- de los obituarios que la honran: inteligencia aguda y sexualidad ardiente, indómita la encarnación de la femineidad francesa, la magistral Catherine de Jules et Jim, la luz de la nouvelle vague. Los elogios frotan el infinito - tierra perpetua como lo es la lista de los directores gloriosos con los que filmó- y esta vez no son excusa de funerales, solo hay que verla y volverla a ver para comprobarlo. Jeanne Moreau es un mito que renuncia a serlo en oscilación perfecta, como perfecto era el modo en que lucía la ropa y marcaba moda pero esto es vestuario para otro texto. Lo cierto es que el luto le sentaba a Electra: supo ser La novia que vestía de negro (Truffaut, 1968) con la misma afantasmada presunción con que supo ser la belleza más humilde y oscura de la nouvelle vague, con esa boca en este mundo (porque tenía también algo de la gran poeta pampeana Olga Orozco).
“No te preocupes por envejecer, pareces más joven si no te preocupas por eso”, decía Jeanne cuando había cumplido los setenta y así despreocupada y joven luce ahora cuando ya es eterna.