Parecen fotos, pero son momentos. Podríamos comenzar a contar momentos desde donde quisiéramos. Tenemos una larga historia que nos trajo hasta acá.
Podríamos ser dramáticos o no. Tenemos la posibilidad de no serlo. Podemos poner nuestras luchas o la ausencia de ellas donde nos plazca.
Y como este primer café de la mañana salió bien, he preferido contar, o enumerar mientras miro fotos, algunas emociones intentando llegar a algo.
Suelo recordar la noche de los lápices, un 16 de septiembre de 1976 en La Plata. No como un símbolo o una palabra o un guion, sino como un hecho concreto de un tajo brutal y permanente en un grupo de chicos al que un reclamo mínimo, que era pedir el boleto estudiantil, se les convirtió en un horror extenso y abrumador de torturas y asesinatos.
También recuerdo la mala hora del director de teatro marplatense, Gregorio Nachman, a quien no conocí, pero si a su hijo, secuestrado por un operativo de fuerzas conjuntas el 19 de junio de 1976 en Mar del Plata, delito cometido en la Subzona 15, en “La Cueva” y la Base Naval. Y así por delante, a gente que luchó porfiada y amorosa y ferozmente por una idea que nos englobaba a casi todos y todas: la libertad de elegir como vivir. Y aún me parece emocionante, tanto como la marcha del 30 de marzo de 1982, que fue casi una síntesis que daba inicio al fin de la dictadura militar, solo aplazada por la guerra de Malvinas.
Allí comenzaba una nueva época de liderazgos claros, que estaban en apasionada disputa por tener el bastón de la representatividad de la democracia. Allí había claridad: quien es el amigo, quien el enemigo, y hasta quienes estaban listos para saltar de un bando al otro. Eran “cosas de la política”.
Con mayor o menor agrado, todos, todas, estábamos claramente representados.
Entre las emociones, cuenta que más gente se sumaba a la ronda de Las Madres de Plaza de Mayo, el primer recital de Silvio Rodríguez, poder armar manifestaciones sin riesgo de desaparecer y otras cuestiones que hoy parecen tonterías obvias pero que en aquel momento se vivían como conquistas: poder tomar mate con amigos en una plaza y salir sin documentos.
Todos y todas (o casi) nos sentimos valientes y reconocidos cuando Alfonsín enjuició a las juntas militares, y puteamos con la Ley de Punto Final.
En esa época se vendían millones de diarios que se leían ávidamente y pasaban dos cosas: buscábamos las fotos que nos contaban los momentos, y leyendo las noticias sabíamos que podía pasar. Y pasaba. Los bandos que se disputaban el poder eran sólidos y claros, y cada quien se sentía representado. Era muy extraño que alguien no supiera por quién votar.
Claro que hubo desvíos. Menem fue uno de ellos, extenso en fotos con risas que le abrieron las puertas a una época rara y fatal. Pero aún llevando tiempo, la gente se reagrupaba alrededor de alguna idea y allí comenzaba todo de nuevo, con nuevas certezas, con una frase futbolera que escuché por ahí: “corazón y pases cortos”. El “ustedes y nosotros” se confundió bastante cuando llegaron unos gobiernos débiles de ideas, pero con fuerza en armas: crisis y muertos nos llevaron al momento de la foto del asombroso espanto del asesinato de Kosteky y Santillán. Y supimos de qué lado no estábamos, quizá producto del estupor y la memoria.
Con Néstor cambiaron los momentos, las fotos, las palabras y las certezas. Era tiempo de sentirse representados claramente de nuevo, firmes. La gente volvió a saber de qué lado estar y de nuevo se fijaron los márgenes, que una vez consolidados se mantuvieron con Cristina, hasta que cerca del final de su mandato, una serie de nubes sin fotos ni momentos claros, turbó las postales. Y esto solo empeoró hasta hoy, donde nadie sabe dónde están (entre los propios) los amigos ni los enemigos, a cuenta de una marca llamada Frente de Todos, en la que había que creer y que acabó siendo un cuchillo sin mango al que le falta la hoja.
Hoy hay un reguero de fotos sin momentos que pareciera un libro de extraños códigos que hay que descifrar mientras buscamos torpemente monedas en los bolsillos. Y eso es raro, porque generar sentimientos en el vacío es como vivir en un precipicio.
Los comunes, los de la mitad hacia abajo, no saben que pasa arriba. Y nadie explica ni resuelve, mientras del otro extremo, las propuestas más locas empatizan con la gente que, naturalmente, está violenta ante las cosas más básicas, como pagar el alquiler y comprar comida. La idea de que la gente espera ese movimiento propio, estratégicamente mágico, pasó hace rato.
Ya no se venden diarios por millones en esta época donde se consumen fotos por trillones. Y las fotos de los momentos de las alegrías más pueriles se convirtieron en envejecida nostalgia de la que no se vive, sino que queda en el cajón de las cosas que se abandonan cambiándolas por otras cosas. Y las cosas, como las palabras, generan ideas, y esas ideas generan movimientos. Tres cosas que quedaron lejos de nosotros. No solo se alejan, sino que, en el impulso, se llevan a la gente.
Sintetizando en pocas palabras: esto es un quilombo y los nuestros acuñaron una frase que no por repetida, deja de ser desesperante “ni idea, pero perdemos porque están boludeando, que se yo…”.
Cualquiera más informado de “la interna” podrá decirme que en este momento es mucho más complicado y que hay muchas cosas, infinida de cosas que no veo, a lo que responderé: ¿qué me importa!? ¡La comida se va al doble todos los meses y no puedo pagar el alquiler y ustedes juegan a las escondidas, escondiéndose de quienes esperan ver quien dice algo de este lado!”.
Sin duda hay análisis y cosas más sesudas que estas que expongo, pero son explicaciones que son tan largas en el tiempo que ya nadie escucha, porque llevamos cuatro diluvios esperando a que escampe. Y de verdad no hay derecho. Estas no son “cosas de la política”.
Recuerdo claramente a Perón diciendo “Las masas valen por la calidad de sus dirigentes de conducción. Pero eso necesita unidad de conducción y de acción”. Habrá que preguntarse cuanto valemos. Pero mejor no. Dejaremos el amargo desconcierto de la respuesta posible para usarlo frente a la cuenta del almacén.
Extraño aquellos momentos y esas imágenes en mi vida y en mi cámara. La gente extraña aquellos buenos/malos tiempos en que se sabía para donde era. Añoro esa época donde las discusiones en las oficinas y las fábricas y los almuerzos familiares en que con un sentido de pertenencia casi futbolero, se golpeaba la mesa y hasta se rompía algún plato.
Recuerdo que hubo a quiénes les pareció ingeniosa la frase “es fuego amigo” seguida de un corito que rezaba “hay que perder para ganar”, y sin embargo esas calamidades fueron las que convirtieron -y aún convierten- casi todo en unas cenizas entre las que no se vislumbra ningún Fénix, apenas algún flautista de Hamelin que promete llevarnos al suicidio como recua, y en cuyas manos parece que nos dejaron a merced de los buenos auspicios de la clarividencia. Y esto es de una irresponsabilidad innombrable, porque tenemos una historia que tiene que ser respetada.
Le gente, los del medio para abajo, nosotros, estamos esperando que nos digan, aunque bastante tarde, para donde carajos vamos a ir y quien nos va a representar. Y ya va siendo tiempo, porque están, estamos, esperando algo. Y no son fotos.