La Argentina es un país extraño dentro del mundo. Es una potencia mediana, tiene vastos recursos naturales y excelentes recursos humanos; una rica historia, que no sirve desgraciadamente para mucho cuando se repiten sus errores y, sobre todo, la creencia en parte de la población, en especial en sus sectores altos y medios, de la idea equivocada de que somos una nave satélite de las estrellas mayores que dominan el planeta.
Aquellos que poseen la mayoría de nuestras riquezas naturales siempre están descontentos. Tenemos suficientes alimentos para abastecer a 400 millones de personas y debemos ocuparnos de 30 millones que pueblan nuestro espacio, se llevan parte de nuestras ganancias, tienen altos costos laborales, y son decididamente peligrosos porque cada tanto prefieren políticas populistas para vivir un poco mejor, no dándose cuenta de que nosotros vivimos perfectamente bien en un país en el que ellos sobran.
Por eso hay tantas discrepancias y revuelos políticos, por eso no hay consenso ni comprensión de que es mejor ser Singapur que Alemania. Es más fácil gobernar una estancia que un lugar donde todos quieren que se reparta nuestra propia riqueza, ganada con el sudor de la herencia. O la riqueza de nuestros socios que viajan en primera clase y procuramos imitar todo lo posible. Ya lo dijo Alejandro Bunge: ésta no es una nación sino un trozo cosmopolita del mundo donde nuestros pares viven en Londres, París y Nueva York y no en Puente Alsina.
Ahora se usa el inglés, no la magnífica lengua que Shakespeare utilizaba para satirizar enredos de su época sino la casi taquigráfica de las bolsas de valores y los negocios. En verdad el inglés es la verdadera lengua materna desde la época en que nuestros antepasados se dedicaban al contrabando. Y a eso le debemos nuestra preferencia por una moneda que nos sirve para ahorrar, invertir en el exterior y hacer buenos negocios: el verde dólar al que ya es hora de que le pongan el rostro de uno de sus más firmes sostenedores en el mundo, Philipe Cavallo. Era un genio. El dirigía verdaderamente la Reserva Federal. Para que cada peso se mantuviera a la par del dólar, conseguía siempre más dólares frescos, que emitían especialmente para él, hasta que le dijeron basta. El costo del papel era muy alto, incluso en los Estados Unidos. De modo que tuvimos que recurrir a los patacones. Por suerte, muchas viejas costumbres no se abandonaron. La vivienda sigue cotizándose en dólares, porque las inmobiliarias imaginan que la avenida Alvear o Palermo Soho quedan en Manhattan y equiparan el metro de tierra con el de Nueva York. Cierto que a los trabajadores se les paga en pesos y que la cementera queda en Olavarría. Pero muchos de nuestros ciudadanos son tan tontos que creen que George Washington es el padre de la patria y que Olavarría es un suburbio de California. ¡Ah! Los que compran dólares piensan, a su vez, que van a invertir en los pantanos de La Florida, donde los edificios se levantan mágicamente.
Si vamos derecho a la dolarización como quieren algunos que ocurra tenemos que pedir nuevamente prestados los dólares al FMI porque nuestras reservas sólo alcanzan para las propinas y el salario medio no va a llegar a los 2 mil dólares como en Estados Unidos. Será con suerte de 100 o 200 dólares que no pagan ni un pasaje de avión al paraíso del norte y que aun así a la larga tendremos que devolver.
Cómo puede pretender alguien impedir desprendernos de nuestros pobres pesos y poseer los ansiados dólares, aunque a la mayoría sólo les serviría para mirarlos o tenerlos de amuleto y que no se les ocurra llevarlos por la calle. Se va también a terminar el tiempo para los más ricos en que miles de millones de dólares baratos se guardaban en el paraíso fiscal más de moda o se invertían en propiedades en Europa o Miami, la droga será un negocio más apetecible que el dólar y quizás sirva como divisa. Cierto que nadie contabilizó cuantos de esos dólares se perdieron colocados en épocas de opulencia en Lehman Brothers, en títulos subprime o en affaires inmobiliarios que se derrumbaron. Pero no nos quejemos. La seguridad jurídica en los países en los que perdemos no nos da derecho a quejarnos. El FMI cuida nuestras pérdidas.
Con un nuevo gobierno de macrieconomía podemos hacer valer ese maldito dólar que nos impedían vender a su verdadero precio, el que nosotros queríamos y que ahora va a ser impuesto desde afuera. Queremos cero-pobreza donde ya los pobres no van a consumir ni migajas de los bienes que a nosotros nos apetecen, tendrán la ruta libre para irse caminando al país vecino que prefieran, su libertad avanzará paso a paso.
El comercio se hará en los shoppings de los aeropuertos. La libre circulación es viajar en la empresa de aviación que deseemos, no en mantener una con nuestro dinero de las retenciones para que viaje cualquiera. El que quiere tener gas, luz, agua, ver el fútbol por televisión o el canal Venus que pague o sólo se divierta como antaño mirando a sus vecinos sentados tomando mate en las puertas de sus casas. Para eso emitiremos billetes inservibles de 1.000.000 de pesos, que alcanzarán envueltos junto a los diarios para dormir abrigados o si se puede todavía ir a la cancha para arrojar papelitos, como lo hacía Clemente, que tapicen el campo de juego no de blanco sino de verde color pasto ocultando piedras y barro.
Ahora nos falta terminar de una vez esa farsa de unión con los latinoamericanos pobres y volver a recrear el ALCA. Así vamos a poder disfrutar, como algunos norteamericanos, de hospitales de lujo, universidades del primer mundo y hasta tener la seguridad que tienen ellos, salvo en los barrios pobres. Nos ayudarán también a levantar grandes muros en las fronteras para que paraguas, bolitas o yorugas no se crean que aquí están en su casa. Ya tenemos bastantes compatriotas que medran en la pobreza y no necesitamos reemplazarlos por gente similar.