Don Elías, cuyo nombre original era Mesrop Menk, llegó como polizón en un barco, al laborioso puerto de rosario, en el siniestro septiembre de 1930. El rumor esparcido con sigilo por el puerto, acerca de un joven emigrante anarquista recientemente desaparecido, no lo inmutó. Nacido en 1895, en la ciudad armenia de Ereván y aterrorizado ante la masacre del 24 de Abril de 1915, que interrumpió sus estudios filológicos, huyó a Argelia y se refugió en la Legión extranjera, hasta una noche en que el calor, la fajina y el remordimiento ideológico agravado por el maltrato rutinario, se tornaron demasiado insoportables. Desertor no tuvo más remedio que buscar horizontes lejanos. Después de incontables peripecias, llegó a Rosario y en un negocio de la calle San Luis, donde proliferaban los negocios de algunos compatriotas, logró un trabajo de vendedor ambulante. Convertido en un hombre de confianza, logró prosperar; iba de casa en casa ofreciendo, en cuotas y en un castellano estrafalario que alteraba el sonido bilabial de la p por la b, un variado repertorio de elementos de uso doméstico frecuente, cuyo precio era discutido y finalmente admitido, dadas las escasa condiciones del trato, que se basaba en la confianza mutua. Don Elías anotaba en su libreta con caracteres ilegibles, las cuotas interminables y el precio de la transacción. Al cabo de un tiempo, Doña Pepita Díaz, una clienta habitual, consciente de sus buenos servicios, lo invitó a sentarse a su mesa, alternada por la presencia de sus hijos. Con el pretexto del cobro de sus exiguas y dilatadas cuotas, Don Elías tomó la costumbre de compartir el almuerzo una vez por mes, costumbre que se extendió cuando Manuel, el más chico de los varones, que estudiaba historia, supo que Don Elías era muy ilustrado. Lo supo cuando lo escuchó aclarar que el nombre de su pueblo era Zwjbn, cuya pronunciación imposible, se traducía como los Hayer, que debían su nombre al fundador de la nación, Haik. "Aunque, agregó como al pasar, según mi padre, descendemos de un bisnieto de Noé, criador de mulas y caballos, llamado Togarma, es decir, los que viven en el monte... originariamente el legendario monte Ararat. Espontáneamente, con su voz retenida pero reverencial recitó unos versos del Atrahasis, que dan cuenta del principio del mundo. Manuel, acaso intimidado por ese saber, trató de homologar la dimensión que le atribuyó a Don Elías en ese momento y objetó: pero... usted no puede creer en todo eso. No somos tontos, dijo Don Elías, es una manera de respetar las tradiciones de nuestros ancestros, que es parte de la memoria de la humanidad. El hombre nace en el mundo del lenguaje que lo precede y que está inscripto en un discurso, antes de su nacimiento. Pero eso no es motivo para exaltar una lengua por sobre otra, además, dijo de una manera sencilla y directa, y casi como si lo dijese para él mismo, si la palaba de una lengua sirve para designar de manera innecesaria un objeto, puesto que otras lengua usan otras palabras, eso quiere decir que siempre existe la posibilidad de encontrar una palabra que le convenga mejor a ese objeto. Después de una breve pausa, agregó en lengua árabe "Quitab alif laila ua laila", Las mil y una noche, reúne cuentos que surgieron en la India y de boca en boca circularon por todo el Oriente islámico, puliéndose a través de generaciones y sin embargo, conservando un estilo y un orden que parecen obra de un solo autor. Tal vez eso, agregó, debería inspirar una cierta comunión entre los hombres, más allá de la nacionalidad y de los rasgos circunstanciales que intensifican las diferencias... La exaltación de la individualidad. Manuel se sintió azorado. Que ese hombre esmirriado, parecido a un linyera fatigando el desarraigo en las calles de una ciudad extranjera, vendiendo sin mucha convicción en su trabajo, para una mínima subsistencia, fuese poseedor de esa íntima riqueza, lo conmovió. Le hizo sentir algo que cuestionaba su posición en la vida, su necesidad, que ahora se le tornaba absurda, de querer sobresalir, de querer siempre tener razón. Algo que ponía en entredicho la insaciable ambición humana de querer obtener prestigio, poder o privilegio. A partir de ese momento, que fue fundamental en su vida, Manuel no dejó pasar una sola oportunidad de poder encontrarse con Don Elías. Había establecido informalmente la misma relación que un discípulo mantiene con su maestro, relación imaginada como la que Platón sentiría con respecto a Sócrates. Don Elías fingió no advertirlo... Manuel propendía a un sentimiento de culpa al permitir que ese hombre, que admiraba tanto y con un saber más intenso, no ocupase los lugares que sin duda le pertenecían más que a él. Cuando Don Elías fue internado, víctima de un accidente de tránsito, Manuel no se desesperó, tampoco abandono el cuidado. Durante tres días le leyó Las mil y una noche. Con su pronunciación habitual pero más balbuceante que de costumbre, incluso bajo los efecto de la fiebre, donde recordó a su madre y a sus hermanas, a las que no había vuelto a ver nunca, Don Elías le agradeció su compañía que le resultaba tan intensa y sólida como las que recordaba con ellas. De uno de los bolsillos de su saco, un tanto raído, le entregó un escrito perentorio, con una escritura balbuceante: Aunque urden su constante simulacro, los espectros con los que te reconoces, algo anegan de ti en lo profundo. Sueñas que vagas por otra infinitud... retomando las memorias familiares que te son cercanas porque tratan de que pierdas en la añoranza, otros rumbos, tu constancia entonces escatima, su propiedad en coincidencia con el hábito mortal de tus mañanas, donde tu ser te confirma ante el espejo, que eres tú el que renace tras la noche. Y pesar de que ahora eres el viejo, que refleja de lleno la zozobra proyectada en la agonía de tu tiempo... algo siempre contradice tus razones, ya tácitas en la oración que prefigura tu mano en la escritura consumada, Pero una luz te bifurca en su reflejo y eres dos al mismo tiempo en los cristales que ostenta tu ventana. Entonces, regresa de tus ojos la escritura adviniendo a otras vivencias olvidadas en vestigios de breve levedad. Fuera de ella es eterno el silencio que consuma en una palabra impronunciada. En suma... soledad.
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